Salvo un cambio de tendencia sorpresivo, de esos que el Perú puede proporcionar en política a diferencia del fútbol, todo indica que se viene un gobierno de las fuerzas más retrógradas que anidan en nuestra sociedad. Lamentablemente, PPK no está haciendo la campaña que se requiere para evitar el retorno de los tiempos oscuros que los peruanos ya hemos vivido y, al parecer, no hemos sabido o podido procesar como colectividad. Los resultados del congreso lo dicen a las claras. Hay una mayoría de peruanos que, por diversos motivos, están dispuestos a renunciar a ciertos derechos a cambio de un populismo autoritario y corrupto. Esto puede entenderse en personas cuyas deplorables condiciones de existencia hacen de la democracia un lujo inaccesible, al que incluso podrían culpar de su miseria. Es más complejo de analizar cuando se trata de personas con acceso a una educación de alto nivel, cuyas necesidades básicas están largamente cubiertas. Sin embargo no son pocos los integrantes de esos sectores que se van incorporando, con los argumentos más jalados de los pelos, a la marea naranja. Desde connotados intelectuales hasta poderosos empresarios, pasando por periodistas y ciudadanos comunes y corrientes, se muestran dispuestos a justificar los crímenes del fujimorismo. No sería la primera vez, es cierto, que un grupo violento o corrupto evoluciona y se integra al juego democrático. Es indiscutible que esto forma parte de la historia de las naciones y enriquece la política. Pero al ver el comportamiento de una serie de miembros de Fuerza Popular, hoy en cura de silencio, hay fundadas razones para temer que esa evolución está lejos de haberse producido. Los fujitrolls en las redes sociales, con sus amenazas, agravios y destructividad, funcionan como un emergente de lo que se está pretendiendo disimular hasta el triunfo de Keiko. Llamar terrucos, rojetes, caviares y toda laya de insultos a quienes se les oponen, es un aviso de lo que se nos viene. Kenji, Becerril o Chacón podrán ser amordazados, pero las redes hierven de personajes –varios de los cuáles han sido desenmascarados recientemente– que actúan como sicarios cibernéticos. Es imposible no evocar el comportamiento de los diarios chicha, dedicados al asesinato cotidiano del carácter de los opositores, así como la complicidad de un Poder Judicial agachado sin necesidad de que se lo pidan. Los casos de Fernando Valencia y Rafo León son un aviso. De aquí en más, quien se atreva a criticar o discrepar en público, que se atenga a las consecuencias. Ese es exactamente el problema del poder absoluto: cuando se controla el Ejecutivo y el Legislativo, el Judicial y buena parte del mediático caen por su propio peso. Se vienen tiempos oscuros. Pero así como prevalecimos en los noventas, tendremos que volver a derrotar a los enemigos de la democracia.