La tragicomedia de los pleitos de los hermanos Fujimori puede ser divertida para la platea en este momento electoral. Sin embargo, revela un desgarro mucho más profundo y más duradero, cuyas consecuencias, imprevisibles hoy, afectarán la política peruana por los próximos cinco años. Hay dos fujimorismos representados, en una simplificación antropomórfica en los dos hermanos Fujimori. Pero debajo de esa capa visible hay otras que se superponen, compuestas de lealtades, deslealtades, resentimientos y divisiones internas. El gran divisor del fujimorismo es Alberto Fujimori. La relación con la figura del líder histórico y los hechos simbólicos de su gobierno es lo que marca diferencias profundas que estas amarradas hoy con hilos que se descosen con facilidad. Un sector del fujimorismo, no solo ex socios, sino también electorado, añora a Alberto Fujimori. Alaba su figura y acción y niega cualquier error o delito. Minimiza hechos graves y asigna culpas a terceros como Vladimiro Montesinos. No reconoce, en absoluto, el daño hecho a la democracia. Quieren ver a Alberto Fujimori libre y reivindicado, recibiendo honores de ex Jefe de Estado y agradecimiento por haber librado al Perú del terrorismo y haber ordenado la desastrosa economía que heredó de García. No cree ni en el robo (15 millones de dólares entregados por Fujimori a Montesinos, más de 200 millones de dólares en Suiza a nombre de Montesinos) ni en los muertos del grupo Colina (¡había una guerra! – es la excusa común) ni en el autoritarismo, ni en la concentración del poder para perpetuarse en este. Este sector, irreductible, vota por Keiko Fujimori pero no está feliz con ella. Por el contrario. Un sector la considera blanda, desleal a su padre y a sus colaboradores. Otro, asume que ella está protagonizando una pantomima para alcanzar el poder, a cualquier costo. El apoyo está entonces determinado por la seguridad que una vez en el poder se dejará de “caviaradas” y asumirá el rol de auténtica fujimorista dura, autoritaria, liberando al padre y dándole un lugar protagónico en su gobierno. El sector opuesto dentro del fujimorismo, que lidera Keiko Fujimori, tiene una visión muy distinta. Insiste en que quiere iniciar un proyecto nuevo, propio y que –esto es crucial– niegue al padre. Es decir, un Alberto Fujimori preso, fuera de la política. No puede negarlo del todo, porque perdería a los irreductibles, por eso la candidata Fujimori continúa negando los delitos de su padre. La contradicción es tan evidente que dista de satisfacer a los “auténticos fujimoristas” como el hermano Kenji, por ejemplo. El cual, evidentemente, no está solo. Por el contrario, la visión que él representa es la mayoritaria, dentro y fuera de casa. Los congresistas del fujimorismo pertenecen a ambos grupos. Los de provincia han sido reclutados pacientemente, valorando su popularidad local, más allá de una militancia o simpatía que puede no haber existido nunca. Tal vez, un grupo de estos “independientes” se acerque más a la visión democrática que la candidata Fujimori quiere vender sin mucho éxito. Pero otro grupo seguirá el camino del fujimorismo irreductible y tarde o temprano, chocarán causando un cisma al interior de la agrupación. Hay dos visiones de lo que es ser fujimorista y ambas son, hoy, irreconciliables. El fujimorismo no tiene ideología propia ni partido, pese a los esfuerzos de afirmar lo contrario de la candidata. Se le puede definir como un “populismo clientelista de libre mercado basado en el pragmatismo como doctrina”. No sería más que eso sino fuera por la herencia histórica. Y esta pesa, hoy mucho como para no observar que el compromiso con la defensa de los derechos humanos y el trabajo de la CVR, el respeto a la ley, a la separación de poderes, a los derechos de las minorías, a la libertad de expresión y a las elecciones libres no están garantizadas por Keiko Fujimori. Aún si fuera creíble su oferta, los ríos profundos que recorren su agrupación le impedirán cumplir esas promesas electorales. Está cercada por su misma gente.