A estas alturas son cada vez más los convencidos de que en Brasil hay un golpe de Estado en marcha. Con el pretexto de que hay corrupción en la Presidencia de la República (a pesar de que no es esa la acusación a Dilma Rousseff, sino una falta administrativa), el objetivo es impedir una cuarta victoria electoral del PT, con Luiz Inácio Lula de candidato. Hace unos días, Simón Romero y Vinod Sreeharsha, de The New York Times, han hecho notar la larga y densa lista de denuncias, y en algunos casos incluso condenas, por corrupción entre los opositores y ex aliados que capitanean la movida para revocar a Rousseff. La paradoja es tan obvia que también se habla ya de una maniobra de encubrimiento y búsqueda de impunidad. Para ilustrar el argumento, el NYT comienza mencionando a “Paulo Maluf, un congresista brasileño (…) conocido por el mote de roba pero hace (…) dice que está tan harto de la corrupción en el gobierno que apoya la revocatoria. El Sr. Maluf (84), ex alcalde de Sao Paulo, está acusado en los EEUU de haber robado más de US$ 11.6 millones”. El politólogo Jessé Souza, desde Folha de Sao Paulo, ve algo más de fondo que una zancadilla electoral, en la forma de un golpe donde un “complejo jurídico-policial del Estado” cumple la misma tarea que los militares en el golpe de 1964: cerrarle el paso al avance de los sectores pobres y medios beneficiados por la política del PT. Entre los beneficios registrados está un aumento de 70% en el sueldo mínimo y la creación de más de 20 millones de nuevos puestos de trabajo en la parte baja de la escala. Esto vino de la mano con una mejora sustantiva en la seguridad social, el acceso a salud y educación, sobre todo la superior. En la perspectiva de Souza, lo que estamos viendo es un intento del poder del dinero y del privilegio histórico de recuperar el terreno perdido con las políticas del PT. En esta medida la corrupción, que es real y existe casi por todo el espectro político, sería la última de las preocupaciones de los revocadores en este momento.