“Yo no puedo renunciar, no he hecho nada malo”. Esa la respuesta sencilla de César Acuña, candidato presidencial, ayer en Arequipa, para luego indignarse, victimizarse y hacer lo que hace todo peruano cogido en falta: señalar que el otro es peor que él. La respuesta al plagio de su tesis doctoral demuestra una cosa muy peligrosa, en cualquier ser humano, político o no. Acuña no distingue el bien del mal. Ni siquiera logra discernir qué es lo que ha hecho mal. A diferencia de otras denuncias, la de plagio tiene características que la hacen demoledora. Lo primero, es muy concreto. Es fácil comparar si hay o no copia cuando te enfrentas a textos transcritos de forma idéntica, sin citas. Lo puede ver cualquiera. No hay subjetividades, no es asunto opinable, no está basado en testimonios, ni calificaciones culturales. Es o no es. Y la tesis de Acuña es un plagio, dolosamente perpetrado por él mismo. Es esta la verdad y no hay otra. Lo segundo, es que el plagio desprestigia. Acuña no es doctor porque lo dice un papel. Es doctor porque hizo una investigación con ciertas características formales. Si no la hizo, no es doctor, aunque un documento lo diga. Su título es nulo y aunque use cien leguleyadas, lo seguirá siendo. Lo nulo, no nace para quien actúa a sabiendas. Si hiciéramos una encuesta nacional, en todos los niveles socioeconómicos, y le preguntásemos a todos los padres del Perú: ¿Qué le gustaría dejarle a sus hijos como herencia? Estoy segura de que la primera respuesta sería “una buena educación”. Ese es el sueño de un país –un magnífico sueño, por cierto– que aspira a un proyecto de vida mejorado para la siguiente generación y sabe que este solo se logra por esa vía. ¿Cuántas historias de abuelos y padres migrantes conocemos que hicieron de todo para que sus hijos vayan a la universidad que ellos no tuvieron? ¿Miles? ¿Eso no es importante para el electorado? ¡Es vital! El éxito empresarial –y político– de Acuña es ofrecer un servicio universitario barato y de fácil acceso a miles de padres pobres. ¿Y si resulta que su servicio es un fraude como lo es su doctorado? ¿Las miles de víctimas, multiplicadas por millones de votos, no alzarán su voz? Un hombre con primaria que hace esfuerzos para mandar a su hijo a la universidad puede saber pocas cuestiones académicas. Ni siquiera entender la profundidad que la palabra plagio tiene en la vida docente. Pero si sabe que lo han estafado. Sabe si su hijo tiene trabajo o no, o si se burlan de él por ser de la César Vallejo. Eso lo sabe cualquiera. El desprestigio académico de Acuña, no solo afecta su candidatura presidencial. Puede destruir su imperio y su fuente de riqueza. Esas víctimas, que él no alcanza hoy a ver, no se lo perdonarán. Renunciar era lo digno y lo que se hace en la civilización. Así lo hizo la Ministra de Educación de Alemania. Al instante. Porque plagio, hay en todas partes. La diferencia está en cómo una sociedad reacciona frente a este. Ver a Humberto Lay, a Fernando Andrade o a Anel Townsend minimizando los hechos ha sido una enorme desilusión. Que entiendan que esto no es una conspiración contra su aliado. Es la propia vanidad de César Acuña la que lo destruyó. No necesitaba ser doctor para ser Presidente. Lo único que necesitaba era no mentir. ¿Los otros candidatos lo aprovechan? Por cierto, y con enorme descaro. Cierto es que la falta de discriminación moral es compartida por Keiko Fujimori y por Alan García, que tampoco distinguen el bien del mal. Pero en este caso, a diferencia de los otros, las pruebas son absolutamente concretas y referidas a un requisito formal de la inscripción de la plancha presidencial. Gran diferencia. César Acuña mintió al JNE y al votante. Si no quiere renunciar y salvar a sus víctimas, que el JNE lo destituya por mentir en la hoja de vida. Lo nulo, no necesita de una investigación de la Universidad Complutense –el último amparo de Acuña– después de las elecciones. Se necesitan respuestas, ahora.