Ser mujer en el Perú no es fácil. Según el Observatorio de Criminalidad del Ministerio Público, entre el año 2009 y octubre de 2015, 795 mujeres fueron víctimas de feminicidio y, en ese mismo periodo, 299 se salvaron de morir por el mismo delito. Varias de estas mujeres habían denunciado actos de violencia de los hombres que luego las asesinarían, sin recibir ninguna garantía de vida por parte del Estado. Sin embargo, esta realidad se agrava –si acaso podría empeorar más todavía– cuando se le suma a la condición de mujer la de extranjera. La extranjera que se casa o tiene de pareja a un peruano puede terminar viviendo con el enemigo en casa, es decir, en un infierno. Este hecho se viene evidenciando desde hace algunos años a través de diversos casos de mujeres migrantes que han sido maltratadas no solo por sus parejas o exparejas, sino por un Estado que no se decide a tener una política migratoria con enfoque de derechos y género, de acuerdo con los nuevos tiempos. Y es que, en un contexto de violencia y discriminación sistemática contra las mujeres, la particularidad de ser extranjera acentúa la desigualdad. Es el machismo, jugando en pared con la xenofobia, que convierte en un vía crucis la vida de decenas de extranjeras, y que nos muestra ante el mundo como un país que viola los derechos de las migrantes. En mi labor como parlamentario andino me ha tocado conocer muchos de estos casos, algunos de ellos, sinceramente, dramáticos. Por ejemplo, lo sucedido a Viviana Balcera, boliviana que residía en Argentina y que por insistencia de su pareja y padre de sus hijos, un ciudadano peruano, se instaló en nuestro país. Ya en el Perú, Viviana y sus hijos son víctimas de violencia constante por parte de la pareja y su familia. Ella huye y llega a un albergue del Ministerio de la Mujer y Poblaciones Vulnerables donde no recibió el necesario apoyo moral mientras que las denuncias hechas contra el agresor tampoco surtieron efecto. Ella solo quería regresar a Argentina con sus hijos porque en ese país vive toda su familia. Lamentablemente, así pasaron los meses, ella volvió a ser agredida y tuvo que huir del Perú sin poder llevar a sus hijos. Otro caso es el de Carmen Guzmán, venezolana, casada con peruano con quien tiene cuatro hijos. Ellos vivieron en Venezuela por más de 17 años y, a iniciativa del esposo, decidieron retornar al Perú. Ya en nuestro país, la pareja de Carmen regulariza los documentos de los niños pero se niega a hacer lo mismo con los de ella. La ley de extranjería de ese entonces exigía que el ciudadano peruano firmara una carta de garantía moral y económica para otorgar la residencia al cónyuge extranjero. Luego de unos meses, Carmen recibe una orden de expulsión. El esposo la golpea, le exige que se vaya y le deje a sus hijos. Ella denuncia la violencia de la que ha sido víctima y el Juzgado de Familia de San Juan de Miraflores le da dos opciones: o retorna con el esposo y sus hijos a su casa o envía a los niños a un albergue. Ella retorna y es nuevamente agredida, huye, pero solo con dos de sus hijos. O, uno de los más conocidos, el de Inés Agresott, colombiana con esposo e hija peruanos, quien por un error de Migraciones permaneció sin documentos, prácticamente en situación de muerte civil, a punto de ser expulsada del país durante un año. La lista es muy larga y cada caso significa una familia separada, o amenazada con serlo, mujeres agredidas de diversas maneras, círculos de violencia del que autoridades del Estado han sido testigos y no han podido o –quizás– no han querido romper. La presión mediática, la intervención de instituciones como la Defensoría del Pueblo y la disposición de algunos funcionarios han hecho posibles cambios y avances. El más importante es la nueva Ley de Extranjería, que tiene como principio la no criminalización de las personas migrantes y la defensa de sus derechos. Sin embargo, aunque la ley fue firmada hace más de cuatro meses, hasta ahora no ha sido reglamentada y solo es aplicada parcialmente. Circunstancia que, a pesar de los esfuerzos y de la buena voluntad del superintendente nacional de Migraciones, Boris Potozén, el Ministerio de Relaciones Exteriores y otros sectores que integran la Mesa de Trabajo Intersectorial para la Gestión Migratoria, mantiene en la vulnerabilidad a miles de migrantes. Es urgente un debate público sobre el tema, así como el compromiso de los sectores involucrados en esta problemática, especialmente del Ministerio de la Mujer y Poblaciones Vulnerables, que ha tenido un papel bastante penoso, por decir lo menos. Y, sobre todo, se necesita una política migratoria coherente que considere al ciudadano extranjero un sujeto de derechos, tal como nosotros pedimos a otros Estados que consideren a los más de tres millones y medio de connacionales que viven afuera. ¿Es tan difícil hacer esto? (*) Parlamentario andino