Regresamos temprano de la fiesta de año nuevo porque mi mujer debe trabajar el primero de enero. Todo bien con eso. Tengo suficientes años nuevos encima como para sentir que me pierdo de algo. Conozco el negocio de madrugarse y terminar con el pico enterrado. He estado allí. Lo he visto, lo he vivido. No me quejo. Además, la reunión que tuvimos aquí en Madrid no pudo estar mejor: buena comida, excelentes amigos y una fotogénica vista de la ciudad desde un decimoquinto piso frente al Parque del Oeste. Debimos tomar más selfies, ahora que lo pienso. Mientras me acuesto pienso en los antiguos treintaiuno de diciembre, cuando éramos chicos, cuando no decidíamos nada, cuando nuestros viejos se iban a una fiesta —en una casa, un club, daba lo mismo— y regresaban de día, y uno iba a buscarlos al cuarto para el desayuno y los encontraba dormidos, roncando, con la ropa todavía puesta y sobras del cotillón desparramadas en la alfombra. Esas noches nos quedábamos al cuidado de una niñera (nadie decía «babysitter») que se la pasaba hablando por teléfono fijo (nadie tenía celular) y tomándose el vino de la alacena y tragando pasas; una niñera que nos daba de comer algo suave como arroz o puré y nos prendía la televisión para que no fastidiásemos, y así recibíamos las doce, viendo la tele, y en esa época éramos tan crédulos o tontos que pensábamos —al menos yo pensaba— que los artistas que brindaban en la pantalla y deseaban a la audiencia «un venturoso año 1983» (los de Risas y Salsa, por ejemplo, Chuiman, Petipán, Chelita, el chino Yufra, Antonio Salim, todos ellos, de pie sobre unas gradas) se encontraban en el set de televisión, en vivo y en directo, sacrificándose por su público, cuando era obvio que el programa era grabado. La niñera nos mandaba a la cama ni bien daban las doce, y uno se arrullaba con los cohetes y la música pachanguera de las fiestas vecinas y se hacía preguntas sobre el mundo de los adultos. Después, entre los quince y los veinte, llegaron los años nuevos en campamento. No tengo un solo recuerdo higiénico de esas noches, que casi siempre transcurrían en el Sur, cuando no existía Asia y a lo mucho había campers en las playas donde ahora sobran condominios. Uno brindaba con la gente de las carpas aledañas y había algo romántico o puro o tardíamente hippie en esa camaradería. El problema era la ansiedad, las ganas idiotas de tomarse distintos tragos en mezclas radioactivas para llegar a las doce lo más embriagados posible. Por lo general, uno amanecía borracho sobre la arena, desorientado, amnésico, el pelo tieso, la boca amarga, rodeado de una selva de botellas vacías y unos cuerpos damnificados, friolentos, envueltos en toallas. La luz del día hacía visible el desastre de la noche anterior y uno se impacientaba porque saliera algo de sol para arrojarse al mar a ver si así se quitaba de encima la resaca. Con los primeros sueldos llegaron las fiestas de corcho libre, todas calcadas, repetitivas, predecibles. Las mismas canciones, la misma decoración, las mismas coreografías, el mismo glamour pacharaco representado en esos lentes amarillos de plástico con forma de número: 2000, 2001, 2002. Igual uno iba porque iban los amigos, siempre en grupos de diez, cargando un cooler atiborrado de botellas de vodka o whisky. Nunca pasaba nada verdaderamente memorable ni sorprendente en esas fiestas. El guion se cumplía tal cual. Los hombres —ciertos matoncitos con gel— se emborrachaban y se agarraban a golpes, mientras las mujeres —ciertas regias depresivas— acababan llorando en el baño, el maquillaje corrido, los tacos en la mano. Un plan alternativo, y económico, era quedarse con los amigos del barrio y organizar una encerrona alcohólica. Bastaba una sala, un garaje, una azotea. Nunca había comida, a lo mucho boliquesos, palipapas, tortees picantes. En rigor, no eran celebraciones, sino más bien maratones etílicas, ceremonias de destrucción de hígados y páncreas, interrumpidas únicamente por los magros saludos a la medianoche. Abrazos secos, rudos, nada muy sentimental. Hartos chistes, harta lora porno, harta vanagloria sexual falsa, harto seco y volteado, harto vómito en el jardín, harta reciedumbre a admitir que uno estaba solo o a la deriva, todo para terminar dándonos cabezazos, balbuceando cosas como «yo te estimo, huevón», «te quiero como la conchasumadre», «no eres mi pata, cojudo, eres mi hermano», entre otros reconocimientos honoríficos. Por eso ahora que intento dormir porque mi mujer tiene que trabajar mañana, no me fastidia haberme ido de la fiesta tan pronto. Después de todo, pasan las doce, pasan las uvas, pasa el champán, pasa el calendario, y uno, en el fondo, sigue siendo el mismo de hace un rato. No hay grandes variaciones internas de un minuto al otro. No hay «año nuevo, vida nueva». Hay vida nomás. Una. La misma. La que nos tocó. Y eso es suficiente.