La relación crucial entre la policía y la ciudadanía., Las condenas contra agresores de policías debieran servir para poner en agenda un tema crucial en toda sociedad: la relación entre el ciudadano y el Estado, pues un policía es la expresión cotidiana más cercana de la autoridad con la gente. La agresión frecuente al policía es una expresión obvia de la falta de credibilidad de una policía que, harta de los agravios, ahora está solicitando a los jueces la aplicación de leyes exageradas que pueden enviar al agresor a la cárcel por siete años. Como señaló anteayer aquí Alberto Gálvez Olaechea sobre Silvana Buscaglia, “la actitud de la mujer es de verdad repudiable, pero de ahí a condenarla a seis años de prisión es un disparate total. ¿Atacó con un arma o hizo peligrar la vida de alguien? ¿Es una reincidente contumaz? ¿Merecía una sanción? Por supuesto: una noche en un calabozo, una multa fuerte, y un par de meses de trabajo comunitario habría sido un castigo alternativo suficiente”. Lo que pasa, como dijo Rocío Silva Santisteban, es que “estas penas estuvieron pensadas para el cholo de las protestas sociales, no para la digna señora que humilla al policía”. Estas penas deben, en efecto, revisarse pero sin dejar de ver el otro lado de la moneda: la policía. En cualquier país civilizado, la policía tiene un protocolo de intervención que, ante una respuesta agresiva de un ciudadano, aplica un protocolo que implica su intervención inmediata, esposándolo y cortando la posibilidad de ser agredido. ¿Por qué no suele ocurrir eso en el Perú? Quizá se carezca de entrenamiento, pero, lamentablemente, acá el protocolo frecuente de acercamiento del policía al ciudadano en supuesta falta busca, principalmente, coimearlo en vez de sancionarlo. Pero ese policía de tránsito solo está haciendo lo que él sabe que hacen muchos de sus jefes, desde el que está en la comisaría hasta el que está sentado en alguna dirección de la PNP en el Ministerio del Interior. Y estos, a su vez, saben que están haciendo lo mismo que las principales autoridades del país: congresistas, ministros, o presidentes cuyo paso por Palacio los enriquece sin que eso moleste a mucha gente que, incluso después de acusarlo de corrupto, termina como su ministro, embajador o miembro de su plancha. Ese humilde policía de tránsito se aproxima al ciudadano como la expresión en miniatura de un Estado ganado por la corrupción. A su vez, los peruanos nos hemos vuelto expertos en movernos con esa corrupción, desde el conductor que coimea al policía, hasta el empresario que arregla todo con billete. Y la corrupción es algo sobre lo que los principales candidatos presidenciales aún no han dicho nada interesante. Ni siquiera interesante: la verdad, no han dicho casi nada.