A través de la historia, el nacimiento de Jesús consagró la Navidad como una fiesta de la vida. En tanto día sagrado, la fecha se halla presente en todas las religiones, al señalar un momento clave del calendario anual, el solsticio de verano. Por ello, es una fiesta de renacimiento, la vida vuelve a florecer y retorna, saliendo del tiempo muerto. Entre los antiguos peruanos, ese solsticio marcaba el inicio de la temporada de lluvias, al terminar los meses secos. En Navidad se dejaba atrás una sequedad que equivalía a la muerte. De ahí surgía la alegría. Para todas las culturas, esa representación de la muerte ha sido algo esencial. Hasta hoy, la gente cumple rituales: se firman testamentos que tienen un formato preciso, el cadáver se entierra o se incinera, quedan herederos, cuya línea de transmisión de herencia se modifica muy lentamente. Pero, cambia. Andando el tiempo, la forma como la gente se las arregla para morir acaba cambiando. Solo que esa transformación no la percibe el individuo, pasa inadvertida por su cuasi inmovilidad. Por ello, solo mirando a largo plazo se hace evidente la modificación de las costumbres frente a la muerte. Armado con esta tesis, el historiador francés Phillipe Aries construyó una historia entera de la civilización occidental a partir de la muerte, sus ritos y celebraciones, puntualizando sobre todo en cómo se conectan a la vida. Aries quiso establecer la relación entre las costumbres mortuorias y las épocas de la humanidad. En sus textos revisa toda la historia y solo quiero recordar algunos puntos. Entre otros, la “bella muerte”, que glorifica la muerte de una persona joven, que desplegó su talento artístico para servir apasionadamente una causa romántica. El modelo europeo es Lord Byron y entre nosotros Mariano Melgar. Todo el siglo XIX temprano estaría encarnado en ese paradigma. Desde mediados del siglo XX y hasta hoy, el modelo implica la muerte en hospital. El paciente y su familia pierden control del proceso y las decisiones pasan al médico. La sociedad quiere escapar de la muerte y le transmite la responsabilidad al especialista. El mismo moribundo prefiere ignorar y solo le interesa no sentir dolor. Mientras que antes era todo lo contrario. El agonizante dirigía un rito de despedida, que constituía el ideal de la “muerte plena”, cerrando dignamente la presencia personal en este mundo. Así, la evasión es la clave de nuestro tiempo. Le tememos tanto a la muerte que no se habla de ella, menos se piensa en su importancia para la vida personal. Pero la tensión frente a la muerte genera la creatividad y enrumba hacia la trascendencia; de alguna manera, religiosa o secular, conduce una existencia con propósito superior. La Navidad de nuestra época evidencia lo opuesto. Al desaparecer a la muerte, nuestra sociedad se ha entregado a una alegría superficial, porque carece de motivo. Por ello, nos hemos vuelto consumistas y la fiesta significa intercambiar regalos sin cesar. Se celebra la vida sin asumirla como un renacimiento. Así, la vida resultante se limita a lucimiento y carece de profundidad. Es el triunfo del egoísmo y de su correlato el consumismo, concebidos para satisfacer a un individuo que se basta a sí mismo: autónomo en tanto aislado. Se traduce en intercambio de baratijas sin verdadero sentido, salvo el placer personal. Esta forma de encarar la vida y sus celebraciones ha estado presente desde hace mucho; en realidad, ha acompañado el triunfo del American way of Life luego de la II Guerra. Pero, ha llegado a un extremo en los últimos 25 años. Durante el neoliberalismo se ha terminado de consolidar una fiesta vacía, porque los valores que la fundaban han desaparecido. En este mundo superficial, la Navidad pondera la unión y el grupo familiar, pero al final de la jornada queda el individuo solo, que se sabía aislado de antemano, sin mayor horizonte que los regalos recibidos. Es la vida sin temor a la muerte.