«¿Son estos los mejores días posibles?», «¿Si uno alcanza a tener solo algunas raciones de felicidad, es ésta una de esas raciones?». Escribe las preguntas en una libreta mientras aguarda su turno en la sala de espera de un hospital para un examen de rutina. Sus días, los que ahora celebra en silencio, los invierte haciendo lo que más le gusta: escribir, leer, nadar, ver películas, pasear por esa ciudad que desde hace seis meses lo acoge, respecto de la cual ha comenzado a desarrollar una lenta, sutil sensación de pertenencia. Por las mañanas trabaja una novela que está hermanada con su libro anterior, el que publicó en su país antes de emigrar. Siente otra vez que está jugándose la vida en cada página, y eso lo entusiasma, lo lleva a pensar que quizás, en el fondo, después de todo, de tantas dudas y aplazamientos, sí había un escritor dentro suyo. Escribe con computadora y sin ella. Escribe dentro de casa como fuera. A veces viaja en el Metro, camina por una plaza o toma un ascensor y siente que los personajes avanzan con él y le susurran cosas que es imperativo que él interprete y luego vuelque en el texto, y entonces siente angustia por volver cuanto antes a encender la máquina e introducir esos ajustes, y mientras tanto, como una manera de salvar las ideas, las anota en una libreta o en el celular y esas anotaciones lo alivian del mismo modo en que un adicto a la heroína se siente mejor después del último pinchazo. Cuando nada, sin embargo, tiene que hacer un esfuerzo mental por capturar las frases e imágenes que surgen durante la abstracción de las brazadas. Los nadadores con quienes comparte carril lo aturden con su velocidad, y mientras ellos seguramente contabilizan el número de piscinas que cubren, él nada tratando de memorizar las demandas más recientes de sus personajes. El brillo de estos días hace que se resista a pensar en el futuro. Le aterra la posibilidad de que llegue la mañana en que deba salir a buscar un trabajo como los de antes: con una oficina, un jefe, unos compañeros no necesariamente empáticos, un traje y un horario de oficina que destruya su rutina actual. Sueña y espera no tener que trabajar nunca más bajo esos rigores. «Son días valiosos, no van a durar para siempre. Son días valiosos precisamente porque no van a durar para siempre», lee en un libro del boliviano Rodrigo Hasbún («Los días más felices», editorial Santuario) y teme que aquella frase sea algo más que una certeza literaria y pueda aplicarse a él y a la vida que ha descubierto en Europa, tan lejos del lugar donde nació, donde hay gente que ama y extraña pero donde preferiría no tener que volver a vivir. Al menos no por ahora, no en esta época en la que lo que corresponde es estar lejos, ser un expatriado, conocer el mundo, mirar a la distancia lo que tantas veces miró de cerca. También hace entrevistas para una radio y escribe columnas para un periódico. Así se gana la vida y aporta al presupuesto en el que la principal contribuyente es su novia, su esposa en unos meses más, que es médico y trabaja diariamente nueve horas o más, tramitando con enfermos a los que calma con fármacos y apacigua con la bondad que proyecta. Entre los dos pagan ese primer piso que han convertido en su morada, que por años perteneció a una mujer que vivía sola, sin esposo, sin hijos, sin padres. A veces él piensa en esa mujer, y cuando se queda solo por las mañanas y escribe y toma infusiones y escucha algún ruido en la cocina, piensa que quizá sea un saludo —ojalá no un reclamo territorial— del fantasma de esa mujer, cuyo espíritu está impregnado en los muros y en el aire. En ese mismo piso él se encuentra ahora, sentado delante de una ventana con vista a una calle de árboles que el invierno ha dejado pelados, escribiendo una columna. Había pensado escribir sobre Cervantes, sobre el reinicio de la búsqueda de su cadáver, sobre el cuarto centenario de su muerte, sobre su importancia en el Siglo de Oro, sobre su controvertido matrimonio con Catalina —mujer de diecisiete años a la que finalmente abandonaría para irse a Andalucía—, sobre cómo se ganan la vida las monjitas que custodian la cripta del convento que supuestamente alberga los huesos del autor del Quijote. Sin embargo, a último momento, quizá acicateado por el libro de cuentos de Rodrigo Hasbún, por la música que ha escuchado toda la mañana, o porque algún mecanismo interno así se lo exigía, ha optado por escribir sobre cómo transcurre su vida en esa ciudad espléndida donde acaba de cumplir cuarenta años, y donde tiene la súbita impresión de estar viviendo algunos de sus días más felices.