He venido a este hospital español para que los médicos confirmen si en definitiva soy alérgico a los mariscos o no. Nunca he tenido un diagnóstico. Lo único que he tenido son episodios alérgicos, tres de ellos considerados «graves». El primero ocurrió hace veinte años. Probé un coctel de langostinos en casa de un desconocido y a los veinte minutos tenía los párpados reventados. Mis ojos no se distinguían del resto de facciones. Parecía como si Jonathan Maicelo me hubiese encontrado en la calle hostigando a su hermana menor. Tuve que correr a la farmacia y dejar que la abuela que fungía de boticaria me colocase una inyección en una nalga que se negaba a relajarse ante los temblores de su pulso. El segundo incidente, en el 2000, fue culpa de una concha de abanico. Al confundirla con un choro a la chalaca en una fuente de degustación, la succioné sin culpa en medio de un animado almuerzo playero. Era la una de la tarde. De repente, mi rostro comenzó a inflarse y a adquirir una coloración con variados tonos de rojo, pasando del bermellón al borgoña en escasos segundos. Lo supe por la repentina expresión de asco que compuso la guapa chica con quien venía conversando. «Aj, tu cara», murmuró, repujando frente y nariz. Para no arruinar el happening veraniego, me deslice hasta el baño principal de la casa y me automediqué tomando dos potentes antihistamínicos. El último episodio data del 2010 y me encontró en el estacionamiento del edificio RPP. Minutos antes, en la cabina de Radio Capital, durante las celebraciones por el «Día del Ceviche», había dado cuenta de un ceviche mixto caldoso, proporcionado por la dueña de un restaurante de Surquillo. Dado mi historial, comí solo los trozos de pescado, creyendo que así me libraba del riesgo de una reacción. Error. Mientras desalojaba el edificio, sentí que no podía mover la palanca de cambios del auto: tenía paralizada la mano derecha. Esa vez, además de ver mis párpados encapotarse como en el pasado, sentí que el aire no pasaba a través de mi tráquea. Conduje hasta la clínica más cercana donde, después de administrarme ampolletas de adrenalina, me informaron de que había sufrido un «shock anafiláctico». ❉ ❉ ❉ Llego a la unidad de alergología y, en la primera fase del análisis, una doctora me aplica cuatro pinchazos en el brazo izquierdo con una lanceta y deja caer en cada uno gotitas con extracto de mariscos. «Espere unos minutos en la sala, a ver si hay reacción», me indica. Obedezco y me acomodo en una habitación que más parece guardería, rodeado de bebés alérgicos chillones y de unas madres de familia que hacen denodados esfuerzos por calmarlos. En las paredes, pintados con crayola, se aprecian dibujos de los Minions, Bob Esponja y Hello Kitty. En el suelo, juguetes electrónicos, bloques de madera con letras del alfabeto, animales de plástico. Uno de los niños, Julián, tiene seis meses pero parece de dos. «Es intolerante a la lactosa», me comunica su madre. Desde mi silla, el niño se ve tan pequeño como un renacuajo. «Así debo haberme visto yo», pienso, pues nací prematuramente, con las defensas muy bajas, lo cual seguramente me predispuso para ser un banco de alergias. El examen continúa cuando una enfermera me ordena sentarme a una mesa sobre la que encuentro un plato con una «gamba»: ese crustáceo típico español, de abdomen desarrollado, caparazón elástico y ojitos de alfiler, primo hermano del camarón. Su aspecto es el de una langosta disecada. Mi primera reacción es de rechazo y —acaso influenciado por los pucheros de mis caprichosos compañeritos de cuarto—, me niego a tragármela. Luego entiendo que soy el paciente adulto del día y me sobrepongo a mis traumas, y me meto el animal muerto a la boca. Enseguida, hipocondriaco, nervioso, toco mis párpados, mis manos, mi garganta, esperando los síntomas usuales. Las enfermeras —rígidas como monjas carmelitas— me escrutan como a una rata que acaba de ser inoculada con un virus mortal. De repente intuyo que convulsionaré. Saco mi libreta de notas para registrar la evolución de la alergia en mi organismo. Me siento como Daniel Alcides Carrión cuando experimentó con la verruga en su propio cuerpo. «Si muero asfixiado», pienso, «quizá me recuerden como un héroe científico y bauticen una posta médica con mi nombre». Sin embargo, nada sucede. Ni me aumenta la presión, ni varían mis signos vitales, ni se me hincha un solo poro del pellejo. Las enfermeras cuchichean, desengañadas. Entonces, por probarles que soy un alérgico de cuidado, les pido que me den de comer más gambas: tres, cuatro, siete, diez. Ellas acceden, esperando una manifestación cutánea. Pero es en vano. Después de atorarme con doscientos gramos de esos bichos anaranjados, me retiro con la feliz noticia de haberme librado por fin de esa alergia del demonio, pero también con un hedor marisquero en la boca y unos reflujos que, calculo, no tardarán en hacer combustión y traducirse en un centrífugo concierto de gas intestinal.