Ignacio Echeverría era justo antes de convertirse en un héroe, un chico español que paseaba hace diez días con sus amigos por las calles de Londres en el preciso instante en que unos terroristas apuñalaban personas a diestra y siniestra. El chico ve a un hombre atacando una mujer y en defensa de ella, golpea al agresor con su tabla de skate, sin saber que golpeaba a un yihadista y que otro le clavaría un cuchillo de cocina por la espalda. Así muere Ignacio el héroe, un hombre que sin pensárselo dos veces emprendió una acción valerosa en favor de una total desconocida. Hay héroes de hazañas históricas como el amigo Bolognesi en su defensa del Perú –ese concepto tan complejo–, acción cada año menos celebrada y reconocida, que es el símbolo del patriotismo. También hay héroes de la vida diaria como puede ser un bombero, un militar o una policía. Uno que se para entre un maltratado y un maltratador. Un niño que saca la cara por el buleado de la clase. El que defiende la causa hasta quemar su último cartucho. Están, hacen y aunque no haya ya quien cante sus hazañas, lo importante es reconocerlos. Nos hemos acostumbrado a participar en lides lanzando opiniones al aire y haciendo cargamontones. Guerras de hashtags, muy alejadas de la hazaña que es defender algo que está bien incluso a riesgo de terminar perdiendo y con el único miedo de no hacer lo correcto. Si vamos a implantar el miedo –al terrorismo, a la delincuencia y al otro en general– como parte de nuestra cultura colectiva, sugiero que implantemos también la idea de que ser el héroe de alguien es posible, como para balancear un poco la difícil realidad.