El miedo que se instala en la infancia es un miedo que se queda. Así como los niños peruanos hacen simulacros de sismo en sus colegios, los niños en las grandes ciudades de Europa practican qué hacer en caso de ataque terrorista. Están entrenados para salvar sus vidas si alguien atenta contra su colegio, pero desde hace poco deben tener miedo de los camiones que se suben en las veredas para atropellar a decenas de personas. Deben tener cuidado en los conciertos y los partidos de fútbol, porque donde hay mucha gente podría haber un atacante suicida. Deben tener miedo de las personas con cuchillos, pero sobre todo deben tener miedo de las personas, porque no se sabe cuál es el terrorista. En medio del miedo tienen que arreglárselas para vivir y seguir siendo niños. Configurando un enorme peligro, para un niño peruano el terrorismo no es lo que era para sus padres o abuelos. Confiados en que había desaparecido del mapa, el terrorismo en el Perú desapareció también de la conversación durante varios años. Nunca se instaló en la cabeza de los mini peruanos, quizás por hacerles un bien de esos que acaban por hacer un mal. En la práctica del olvido, los adultos dejamos que la basura terrorista se reorganice, se politice y vuelva a nuestro mundo. Los niños peruanos no tienen idea del peligro al que los grandes los hemos vuelto a exponer porque para ellos el peligro es otro. El terror para un niño en Londres tiene la cara de un desconocido que vuela en pedazos cargado de bombas y queriendo honrar su religión. Para un niño en Lima ese miedo casi no existe. Para él, el terror es un maleante de dieciséis años con una pistola robada a un policía, que viene a matarlo para robarle un celular viejo. ❧