A muchos les parece entre chistoso y positivo que Keiko Fujimori le haya hecho cerrar la boca a Kenji Fujimori en cuestión de horas y lo haya obligado a pasearse por radios y televisoras retractándose de haber soñado en voz alta con su propia candidatura presidencial. Hay quienes dicen que ha demostrado la firmeza que no tuvo Ollanta Humala para silenciar a su padre o a su hermano en los últimos años. Es obvio que, mientras menos oigamos de labios de Kenji Fujimori, mejor para todos; pero también es claro que no se trata de una pequeña anécdota familiar sino de un síntoma de la enfermedad que se nos viene si el fujimorismo vuelve al poder. Kenji Fujimori no es un caudillo marginal ni un pariente exótico pero políticamente irrelevante. Es el congresista más votado del país y un lamentable candidato a presidir el Poder Legislativo pronto. El don mágico de su hermana para forzarlo a una retractación estalinista instantánea nos deja ver las dimensiones de la autarquía que nos espera si Kuczynski sigue afrontando la segunda vuelta como un sparring involuntario o un distraído compañero de viaje. Ahora que las encuestas empiezan a favorecer a Keiko Fujimori, no está de más repetir que estamos ante las puertas de lo que puede ser el gobierno más vertical, monolítico y abusivo de la historia del Perú, el gobierno de un partido que ya demostró su naturaleza criminal y dictatorial en el pasado y que nunca antes tuvo tanto poder como el que tendrá desde el 28 de julio si gana las elecciones.