Treintaiuno de diciembre. El día del apuro y la ansiedad. El día de la más escandalosa cuenta regresiva. El día de los balances existenciales, de buscar un momento a solas en medio del trajín y la música para someterse a un veloz examen de conciencia: quizá riguroso, quizá falso, quizá condescendiente. El día de quemar al muñeco imaginario de los tropiezos imperdonables. El día de destapar otra botella de champán en nombre de los triunfos inesperados. El día de pedir perdón y dar las gracias. El día de prometer lo posible y, sobre todo, lo imposible. El día del Apocalipsis hecho de fuegos artificiales. El día del olor a pólvora filtrándose entre los abrazos. El día más oscuro de los perros. El día más triste en los hospitales, el más deprimente en las cárceles, el más aburrido en las redacciones de prensa. El día para recordar a los que se alejaron, aquellos que alguna vez recibieron contigo un primero de enero en medio de juramentos estruendosos y que luego, con los años, se perdieron para siempre, se convirtieron en otros, acaso igual que tú. El día idóneo para rodearte de los vivos y brindar sinceramente por los muertos. El día de las cábalas y los rituales y las uvas debajo de la mesa. El día en que los ricos despilfarran sin asco y los pobres disimulan sin pena. El día para imaginar que, en efecto, está empezando otra etapa, aunque en el fondo sepamos que «el año nuevo» es solo una convención cultural, ajustada a los husos horarios de cada continente. El día de la serpentina, el cotillón, el puto trencito. El día de bailar hasta el amanecer todas las canciones, incluso las horrendas. El día de festejar el exceso y conjurar la culpa. El día de alimentar esa agradable superstición de que podemos ser felices, todos, al mismo tiempo.