Prometía ser una fiesta memorable, y lo fue, pero por razones muy diferentes a las que imaginaron sus organizadores.
La noche del 2 de febrero de 1959, decenas de parejas llegaron al entonces llamado Parque de la Confraternidad, en Barranco (donde hoy se levanta el Museo de Arte Contemporáneo o MAC) .
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Ellos, vestidos con camisas hawaianas y trajes dominó —una suerte de túnicas usadas en los carnavales—. Ellas, con elaborados vestidos encargados con meses de anticipación a diseñadores nacionales y extranjeros. Algunas llevaban trajes de odaliscas, princesas y hasta tigresas.
Los organizadores, el Club Vive Como Quieras, habían cursado cerca de 200 invitaciones para este baile de “fantasía”, que tendría lugar en el exclusivo restaurante La Laguna y que sería amenizado por los boleros y mambos de la Orquesta Villanueva.
Lo único que diferenciaba este evento de las tradicionales fiestas de carnavales que la clase alta de Lima solía celebrar durante el verano era que los participantes eran hombres que gustaban de otros hombres. Eran homosexuales.
O más bien “maricas”, como prefiere llamarlos —resignificando esa palabra tan dura— el sociólogo Diego Galdo, quien investigó durante años este suceso y que acaba de publicar un completo ensayo al respecto en la revista GLQ: A Journal of Lesbian and Gay Studies de la Universidad de Duke, Estados Unidos.
El llamado Baile de La Laguna habría quedado como otra fiesta más de las muchas que, según Galdo, los homosexuales limeños hicieron a lo largo de la historia, de no ser porque tuvo un desenlace violento, brutal, que marcó la vida de muchos de sus protagonistas y que, visto en perspectiva histórica, muestra las pulsiones racistas, clasistas y homofóbicas que habitaban en la sociedad limeña de la época.
El sociólogo peruano —quien estudia una maestría en Investigación en Ciencias Sociales en la Universidad de Ámsterdam— cuenta en su ensayo que la fiesta transcurría sin sobresaltos.
La orquesta animaba a bailar a los asistentes, “entre cintas de papel, globos y obturadores de cámara”. Incluso, hubo un concurso de belleza, que ganó una “marica” llamada Coco Geis, vestida con un traje de esquimal que hizo las delicias de los asistentes.
Sin embargo, un grupo cada vez mayor de vecinos, apostado fuera del restaurante, logró que, pasada la medianoche, el alcalde de Barranco irrumpiera en la gala con la intención de suspenderla. La clausura contó con la ayuda de la fuerza policial. Las crónicas periodísticas hablaron luego de los “machihembrados” que fueron arrojados al agua —el restaurante estaba situado junto a una laguna— por “indignados” jóvenes barranquinos.
En los días siguientes, la Policía detuvo a decenas de asistentes y los sometió a exámenes anales para demostrar que eran “sodomitas”. Luego compartió sus datos personales y fotografías con los periódicos, que, como Última Hora y La Crónica, le dieron una amplia cobertura al escándalo durante varias semanas.
El tratamiento periodístico fue despiadado. Los medios hablaron de una “patota de anormales”, de una “orgía de especímenes de un género de oprobio, neutro y escandaloso”. Una y otra vez publicaron los nombres y las fotos de varios de los detenidos. Se supo que algunos de ellos intentaron quitarse la vida.
Pero lo que a Galdo le parece lo más revelador de este suceso fue que en la conducta de autoridades y periodistas operó no solo la homofobia y “el odio a la femineidad”, sino también el racismo y el clasismo.
Porque si bien la mayoría de asistentes a la fiesta eran hombres blancos, de clase alta y que podrían describirse como “masculinos”, quienes fueron violentados en las comisarías y expuestos ante los medios fueron, principalmente, las llamadas “hembritas”: maricones de clase baja, mestizos, indígenas, travestidos y de apariencia femenina.
“La persecución policíaca y mediática estuvo teñida por nociones de clase, raza y género”, dice Galdo en diálogo con Domingo. “En ese sentido, se enmarca en la genealogía de la discriminación en el Perú”.