“Escribo desde la militancia y para quebrar el molde”, dice, desde Chile, el sociólogo Juan Carlos Cortázar. “Puedo partir de una imagen y, en este caso, fue lo ocurrido en Florida, el 12 de junio de 2016”. Ese día, la televisión desgranaba imágenes del peor tiroteo en la historia de Estados Unidos. Un atacante abrió fuego en una discoteca LGBTI de Orlando, mató a 50 asistentes, hirió a otros 53. Ellxs solo querían bailar.
“Estaba perplejo”, recuerda Cortázar, nacido en Lima y radicado en Santiago. “Casi por impulso empecé a revisar archivos, artículos de Gio Infante, sobre todo, y encontré un texto sobre La Noche de Las Gardenias, en Tarapoto. Un exterminio similar, pero ocurrido hace décadas. Me resultó clave porque fue cometido por uno de los movimientos subversivos, el MRTA”.
El impacto de la noticia también lo llevó a ver El pecado social, un documental de Juan Carlos Goicochea que aborda los crímenes de odio contra gais y trans durante el terrorismo, y a releer los textos de la Comisión de la Verdad y Reconciliación. “De pronto tenía al frente un paisaje demoledor sobre el que podía centrar una historia. Había, más allá de todo, un tema de sensación: yo viví la guerra. Desde los 16, cuando estaba en cuarto de secundaria, hasta los veintitantos, cuando ya me había casado. Fue un intento de resignificar esa experiencia”.
Juan Carlos Cortázar tardó cerca de cuatro años en publicar Como si nos tuvieran miedo (Animal de Invierno, 2020), una novela transgresora, sublime y dolorosa que transita en el Perú de 1992 —cuando Fujimori dio el golpe de Estado, ardió Tarata y fue capturado Abimael Guzmán—, y otorga voz a las víctimas silenciadas: a las que casi siempre “mueren con sus cuerpos destrozados por el solo hecho de defender su autonomía”.
Hay un barrio. Un barrio de desplazados llamado Melgar, ubicado en el Callao, adonde llega Angie, una mujer trans, desde Tarapoto; Miluska, “que transita por lo que ahora podemos llamar género fluido”, de la sierra central; y Leoncio, “que llega a Melgar desde otro lado de la capital por razones distintas y termina vinculado con ellas”. Los tres confluyen allí, al lado de un basural, con el MRTA y Sendero apuntándoles la espalda por su sexualidad. Melgar es soledad, furia, lágrimas y fuego. “Nos hacemos invisibles o morimos. No hay de otra”, le dice, en algún momento, Miluska a Angie.
–Y, en verdad, para las personas trans no hay de otra –reflexiona Cortázar, lentes de montura roja, un tatuaje tribal en el antebrazo–. Quizá por eso su experiencia de vida me inquieta. Luego de hablar con varias chicas, me abrí a un mundo fluido que me cuestionó como persona homosexual cisgénero, casado y con hijos. Fue una ruptura de prejuicios. Que el libro haya dado visibilidad a lo trans es solo una consecuencia.
En la portada de Como si nos tuvieran miedo, Mariano Melgar, prócer y poeta peruano, aparece travestido, una flor en el pelo, entre estallidos de sangre.
–He leído cosas como: esto es un insulto al héroe. Me pregunto: cuando blanqueamos a Bolívar, ¿alguien dijo algo? Cuando vemos a Cristo convertido casi en un mosquetero de Luis XIV, ¿alguien levantó la voz? Para las personas trans, travestir a alguien es una señal de simpatía. Además, Melgar es símbolo de todos –zanja Cortázar.
–La novela transcurre en el 92, pero hay pasajes de transfobia muy actuales. Uno queda trastocado: hasta qué punto la diversidad puede ser una condena de muerte.
Más que la diversidad, la fluidez de género, el hibridismo de género. Ya no solamente te condena la heteropatriarcalidad, sino esa ambigüedad. Así se forma el peor de los odios. Y fíjate: las víctimas trans siempre mueren acuchilladas, baleadas, 15, 20, 40 veces. Es un ensañamiento contra los cuerpos que subvierten la norma. Es como si nos tuvieran miedo.
–Mencionaste, por cierto, que el título fue un arrebato a José Donoso.
En El lugar sin límites, la novela de Donoso, hay un personaje, La Manuela, una maricona –y ojo que maricona es reivindicativo– que se viste como bailadora española, toda de rojo, y danza en un puterío de quinta. Hay un momento en que los hombres se emborrachan, la persiguen, le pegan y la lanzan a una acequia. Ella regresa toda mojada como un pajarito, así de frágil, y se esconde debajo de un lavatorio a hablar con otra maricona: ‘no sé por qué se ponen así cuando yo bailo, le dice, si saben que soy loca, loca. Es como si me tuvieran miedo’. Me parece una frase poderosa, ¿no? De ahí parte lo demás.