Comer no es lo mío. De pequeña, fui el dolor de cabeza de mi pobre madre, que tenía que perseguirme por toda la casa, el patio y la huerta de nuestra modesta casa de profesores rurales, para poder enchufarme dos cucharadas de sopa y, de menos pequeña (1.57 sin tacos a mucha honra), siempre fui la aguafiestas de las comidas familiares, esa que apenas probaba bocado, revolvía el guiso para que nadie notara que ni lo había tocado y jamás elogiaba las bondades de la cocinera, porque la cortesía nunca me ha parecido una razón válida para mentirle a nadie. Y lo digo con cierta vergüenza, porque sé que en nuestro país la comida es el eje de todos los vínculos, y todo se celebra alrededor de un tacu tacu, y el amor entra por el estómago, cosa que, por mi experiencia personal, es una falsedad del tamaño de una catedral, pues he sido amada –y muy amada– a pesar de que jamás de mis manos salió nada más apetitoso que un huevo frito (hablando en términos estrictamente gastronómicos, obvio). El peruano promedio no come para vivir: vive para comer (algo que, en términos especializados, es lo que diferencia a un gourmet de un gourmand), y aquello que a nosotros nos parece el non plus ultra del buen vivir, es más bien una berracada en países donde comer es un placer delicado y discreto, y no una licencia para empujarse cualquier tocino solo porque a nuestros nunca educados paladares le parece que está pa’ chuparse los dedos. Será tal vez porque nuestras infancias se arrullaron con los aromas del guisito de la abuela y nuestras madres, negadas generacionalmente para otras formas más refinadas de ternura, nos hicieron mezclar el amor con el lomo saltado, la dulzura con la chanfainita, el mimo con el suspiro a la limeña. Luego, ya de mayores, atrofiados para siempre en nuestra capacidad para expresiones más cálidas y entregadas del afecto, confundimos todo con la comida: la camaradería adquirió forma de sevillano con su chela más; el romance, de pollito a la brasa con su Inca Kola; y la alegría familiar con el chifita de chaufa grasiento y wantán frito en aceite polisaturado. ¿Cree que exagero? A ver, ¿acaso no ha celebrado nunca la buena nota de su hijo con una empanzada en el Bembo’s o el ascenso en la chamba con ríos de chela y ceviches encebollados hasta la náusea? ¿Verdad que sí? En resumen, como no aprendimos a amar como se debe (es decir, besar y acariciar sin miedo, y decir te quiero sin rollos, y abrazar sin terror a la cercanía de los cuerpos y las almas), preferimos reemplazar las expresiones de afecto por kilos y kilos de comida. Preferimos empanzarnos en lugar de decir lo mucho que amamos. Preferimos sumergirnos en mares de cerveza en lugar de decirles a nuestros amigos que son importantes en nuestras vidas. Y, lo peor de todo, preferimos atontarnos con alcohol y aderezos antes de decirle a la persona que queremos que, bueno pues, no podemos vivir sin él (o ella), algo que sería más sencillo y seductor, pero imposible de asumir para nuestros hiper nutridos cuerpos y malheridos egos. Y así fue cómo, de pronto, en medio de ese carnaval de enchanchamiento masivo, apareció ese tío con forma de conguito y labia de político que, aprovechando que los peruanos tenemos el corazón y el cerebro justo en la mitad de nuestro intestino grueso, nos convenció de que la comida nos llevaría al primer mundo y nos uniría como un puño. De paso, armó su imperio de decenas de franquicias. Nunca nos unimos ni llegamos al primer mundo, pero, eso sí, seguimos enchanchándonos felices, creyéndonos todos los cuentos si se aderezan con su ajicito y un chorro de limón. Es que tenemos tan identificado el amor con la comida que hemos llegado a pensar que lo que nos define como peruanos no es nuestro pasado inca que jamás conoció el hambre, ni las andenerías maravillosas que hasta hoy dejan boquiabiertos a ingenieros hidráulicos del mundo, ni la obra incomparable de Mario Vargas Llosa (que hasta nos regaló un Nobel), ni la gesta increíble de Manco Inca, ese rebelde alucinado y heroico de Vilcabamba, ni el sacrificio sin límites de Grau y Bolognesi, sino un destilado impasable llamado pisco y un plato de pescado colmado de limón y cebolla que llamamos ceviche. Y estamos tan convencidos de eso, que nos ponemos furiosos si alguien osa decir que la comida peruana es un petardo de carbohidratos (Thays, ¡ídolo incomprendido!), pero ni pestañeamos si nos enteramos de que andamos últimos en la prueba Pisa, que en nuestro territorio hay más abusadores sexuales por metro cuadrado que en Tailandia o que somos un extraño país que quiere poner en el poder a la impresentable hija del mayor violador de derechos humanos de nuestra historia. En fin. Todo este breve prolegómeno es para explicar por qué Mistura no me mueve un pelo y que, ahora que seguro usted se está preparando para irse al Club Revólver a gastarse la quincena en comerse su chancho al palo, estoy empezando a sospechar que el fenómeno gastronómico que nos vendieron Gastón y sus adláteres, ese que nos iba a sacar del subdesarrollo y la fractura social, no es sino uno más de los cuentazos que nos comimos enteros (como todo) y que, realmente, nunca existió, como no existieron las vírgenes que lloraban, ni el tesoro de Catalina Huanca, ni la honestidad del cholo sano y sagrado. Y estamos tan convencidos de eso, que nos ponemos furiosos si alguien osa decir que la comida peruana es un petardo de carbohidratos (Thays, ¡Ídolo incomprendido!)”