Este pasado lunes 3, se cumplieron cien años de la muerte de Franz Kafka y el mundo se puso de pie. El escritor checo nunca disfrutó de la gloria cultural –a la fecha, no sería exagerado aseverar que Kafka está en todas las manifestaciones artísticas– y la imagen que aún se tiene de él sigue siendo la de un hombre atormentado –impresión razonable si revisamos Carta al padre (escrita en 1919 y publicada póstumamente en 1952)–, aunque habría que prestar atención a la imagen contraria que se brinda de él en las sendas biografías homónimas, Kafka (1987 y 2005), de Reiner Stach y Pietro Citati. No hay un Kafka cerrado en cuanto a información biográfica, felizmente.
Tampoco La metamorfosis ha dejado de ser la principal puerta de entrada a su obra, compuesta principalmente por cuentos y novelas. Aparte de obra maestra de la narrativa del siglo XXI, esta novelita es un bien cultural, instaurado en nuestro ADN emocional e intelectivo, al punto de que se tiene nociones de ella sin necesidad de haberla leído. Veamos: al despertar en la mañana, Gregorio Samsa se percata de que es un insecto. Tras preguntarse por su nueva y extraña condición, comienza a interactuar con su familia. A medida que avanza el relato, el lector deja de preguntarse por la rareza del protagonista, pero no solo eso: tampoco le importa la pertenencia genérica del texto. Son otros los circuitos que lo conectan con Kafka.
Mucho se especula sobre la actualidad de este texto, asociado a la vida de su autor. Por un lado, está presente su hartazgo existencial, que cae como anillo en estas épocas esclavizadas por la velocidad y barnizadas por el horror en el mundo. Con lo que pasa y cómo se van dando las cosas, lo extraño sería no estar desalentado. En segundo lugar, el lector dialoga con Kafka a cuenta de un lazo anímico, esa suerte de impotencia contenida que fluye gracias a la válvula de su poética: la transparencia de su escritura.
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Para Kafka, todo era literatura. Sus temas, al día de hoy conocidos como kafkianos, no eran de su exclusividad. Kafka no inventó el desarraigo, menos el sufrimiento causado por un mundo inclemente. Kafka no creó nada. Lo que hizo fue instaurar su quiebre anímico en su registro diáfano, como una pesadez ligera que se siente y que sigue encontrando complicidad en lectores de muchas generaciones. Si lo suyo era el horror psicológico, el existencialismo, lo fantástico, etc., no resulta determinante para el lector, seguramente para la crítica.
Con la sencillez de sus materiales de trabajo, Kakfa sedujo al lector, lo hizo partícipe de su extrañeza sin tanto artificio. En su brevedad, La metamorfosis suscita una identificación (¿acaso no nos sentimos Gregorio Samsa tras la pandemia y la nueva adecuación a un mundo entregado a los algoritmos, a la expectativa de los milagros de la IA, y al desprecio de las experiencias sensoriales?). Como dijimos líneas atrás: Kafka está en todo, y en el Perú, también, por la manera tan estrambótica en que se presentan las cosas.
Con La metamorfosis, el lector y Kafka firmaron un pacto. Esta alianza no es un acto de magia. Es la consecuencia de la verdad expositiva del autor. “Una mañana, después de un sueño intranquilo, Gregorio Samsa se despertó convertido en un monstruoso insecto”. ¿Qué tiene este comienzo que ha impactado tanto? Esta es una carta de presentación a la inmortalidad, es el pase a la memoria cultural. Basta leerlo una sola vez para retenerlo. ¿Hay alguna técnica secreta en su morfología textual?
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Leemos a Kafka para encontrar nuestro lugar en el mundo desde la verdad emocional, la que importa.