Las estrellas de cine nunca mueren, título castellano algo contradictorio de Film stars d’ont dye in Liverpool, Peter Turner relata su historia de amor con la actriz Gloria Grahame, estrella declinante de Hollywood en los años 80, pero deslumbrante en los 50.,Por Federico de Cárdenas El escocés Paul McGuigan (Bellshill, 1963) desarrolló una exitosa carrera como fotógrafo, publicista y documentalista en Glasgow (Football, faith and flutes, 1993; Hackers and phreackers, 1994) antes de ingresar a la TV y luego a la pantalla grande, en las que ha llevado una carrera paralela desde mediados de los años 90. En cine ha filmado ocho películas desde The acid house (1998), basada en tres cuentos de Irvine Welsh (autor de Trainspotting), que le ganó un premio al mejor debutante del año. Han seguido Gangster number one (2000, Malcolm McDowell y David Thewlis), The reckoning (2002, Willem Dafoe, Paul Bettany), Wicker Park (2004, Josh Harnett, Diane Kruger). PUEDES VER Deadpool: Ryan Reynolds opina sobre la continuidad del personaje La primera cinta de McGuigan que vimos fue Héroes (Push, 2009), un tenso thriller con Dakota Fanning y Chris Evans, quienes se las debían arreglar para encontrar a una chica desaparecida en Hong Kong. Luego vino Victor Frankenstein (Meet your makers, 2015), su versión de la novela de Mary Shelley con Daniel Radcliffe y James McAvoy, con buena acogida mundial. Sin embargo, ninguna de estas películas permitía vaticinar el logro que es Las estrellas de cine nunca mueren, título castellano algo contradictorio de Film stars d’ont dye in Liverpool, memorias en las que Peter Turner relata su historia de amor con la actriz Gloria Grahame, estrella declinante de Hollywood en los años 80, pero deslumbrante en los 50, cuando llegó a ganar un Oscar por Cautivos del mal (Vincente Minnelli, 1952). Grahame (1923-1981), hija de un arquitecto y de una profesora de teatro, estuvo bajo contrato en la MGM y desempeñó pequeños roles en la primera parte de su carrera (entre ellos uno en Qué bello es vivir, el clásico de Frank Capra de 1946) hasta que en Encrucijada de odios (Crossfire, 1947), dirigida por Edward Dmitryk, pudo dar la medida de su talento. Dueña de una belleza singular y con voz inconfundible, Grahame resultó perfecta en el rol good bad girl en el que se le terminó encasillando y del que solo supieron liberarla Nicholas Ray (que fue su esposo) en Secreto de mujer (1947) y En un lugar solitario (1952, en la que hizo de pareja de Humprey Bogart) y Fritz Lang: Los sobornados (1953) –en la que está la famosa secuencia en que Lee Marvin le desfigura el rostro arrojándole café hirviendo– y Deseos humanos (1954) fueron dos cumbres en su carrera. En ambas hizo pareja con Glenn Ford. LA HISTORIA Cuando Gloria Grahame (Annette Bening) y Peter Turner (Jamie Bell) se conocen en Liverpool a fines de los años 70, el gran momento de la actriz –que duró hasta mediados de los años 50– ha quedado muy atrás y se ha visto obligada a hacer frecuentes viajes a Gran Bretaña en busca de trabajo. No hay que descartar que en parte esta declinación se debió al escándalo suscitado en Hollywood al casarse con Anthony Ray (que había estado bajo su custodia) cuando se separó de Nicholas Ray, padre de dos de sus hijos. Pero ese momento, que daría origen a su sulfurosa fama, no se encuentra en el filme, pues no corresponde a las memorias de Peter Turner en las que está basado. Grahame está en Gran Bretaña para presentar El zoo de cristal de Tennesse Williams cuando conoce a un joven aprendiz de actor cuyos padres mantienen una pensión en la que ella se aloja. Aunque Grahame dobla en edad al muchacho, la historia se repite y surge el gran amor. McGuigan sigue el libro de Peter Turner y nos cuenta momentos de esta relación a través de flashbacks que cubren varios años y estancias en Gran Bretaña y EEUU, hasta el momento en que la actriz que –ha ocultado todo lo que ha podido el grave mal que la afecta– debe ser repatriada por uno de sus hijos a Nueva York, donde fallece a las pocas horas de llegar. PUESTA EN ESCENA Una pareja a la que la gran diferencia de edad podría separar y por el contrario une, una enfermedad terminal que es ocultada hasta que es inevitable, el ocaso de una estrella y un gran amor. No hay que buscar más lejos para encontrar los elementos que componen un buen melodrama, de aquellos con los que Douglas Sirk –el maestro del género– solía fascinar a multitudes en los años 50, pero también –años más tarde– a realizadores tan personales y talentosos como Rainer Werner Fassbinder. McGuigan maneja con destreza estos elementos melodramáticos y logra una narración poderosa y empática, dominada por las magníficas performances de Annette Bening (que logra encarnar a una Grahame esencial) y Jamie Bell, en su mejor rol desde la película que lo lanzó a la fama cuando aún era adolescente: Billie Elliot (Stephen Daldry, 2000). Destaquemos que aquí vuelve a trabajar con Julie Walters, notable en su rol de madre de Peter. La puesta en escena se basa en la estupenda química existente entre Bening y Bell, pero también trabaja con inteligencia los espacios cerrados en los que se desarrolla la pasión de ambos protagonistas: cuartos de hotel y de pensión, el piso neoyorquino de Grahame, etc. Y tiene el mérito de los buenos melodramas, que movilizan diferencias de edad y clases sociales. Un mecanismo de compensación reduce estas diferencias y logra algunos momentos que hay que destacar: el inicio del romance entre Grahame y Turner al compás de la música disco de Fiebre del sábado en la noche, la “adopción” de Gloria por la familia de Peter, que cierra los ojos –salvo su hermano– ante lo que parece obvio, y las tensas secuencias de pelea, cuando la actriz oculta su enfermedad a su joven amante y fuerza la ruptura. Uno de los atractivos de la historia consiste en que permanece apegada a su tono adulto, del mismo modo como ambos protagonistas nunca admiten dudas sobre la naturaleza física y la intensidad amorosa de su relación, que tampoco oculta la crueldad del tiempo sobre el cuerpo minado por la enfermedad de Grahame, con un momento magnífico y de gran emoción cuando ella y Turner deben despedirse en un adiós definitivo. En suma, estamos ante un gran homenaje a esa fascinante mujer y actriz que fue Gloria Grahame, que opone su creencia en la dignidad y la vida a la ruina de un cuerpo maltrecho reclamado por la muerte. No es la obra maestra que sin duda nos hubiera entregado Douglas Sirk, pero sí una perla rara para los tiempos que corren. No perderla.