Asistimos en estos meses, y en particular en las últimas semanas, a la discusión y al desarrollo judicial de casos de corrupción en los más altos niveles. Estos involucran incluso a expresidentes de la República, pero también arrojan sombras sobre la ejecutoria de otros líderes de organizaciones políticas. Estos hechos podrían resultar aleccionadores para nuestra vida política. O también, dependiendo de cómo ellos sean tratados, podrían profundizar esa amoralidad o incluso cinismo sobre los asuntos públicos que desde hace ya varios años promueven diversos políticos y algunos medios de comunicación. Un primer aspecto de esta cuestión es el relativo a cómo se desarrolla la intervención de los órganos encargados de administrar justicia. La acción decidida de la justicia para procesar actos de corrupción de personajes en posición de poder no ha sido frecuente en nuestra historia. Después de que se revelara la corrupción durante el gobierno autoritario de Alberto Fujimori –la más extendida de la que se tiene noticia en el país— hubo un esfuerzo que permitió que varios de los responsables fueran sentenciados. Lamentablemente, ese impulso que habría podido tener un efecto regenerador en nuestra vida cívica, fue decayendo hasta quedar obstruido durante el segundo gobierno de García Pérez. No cabe duda de que el país necesita recuperar ese esfuerzo. Pero para que él sea constructivo es preciso observar imparcialidad. Lo cierto es que la información que ha venido fluyendo en las últimas semanas, o meses, en relación con el esquema de sobornos de la empresa Odebrecht, tiene implicancias que no se limitan a los dos presidentes hasta ahora involucrados por el Poder Judicial, sino que amerita, por lo menos, la investigación de otros actores políticos, incluyendo candidatos a la presidencia. La sociedad peruana necesita que la justicia actúe con rigor en todos los casos, de manera que ella pueda ser percibida como una función positiva de nuestra democracia, y no como una herramienta peligrosa en manos de grupos políticos particulares. Recordemos, que, bien entendida, la política es una suerte de ética social y como tal señala el deber-ser de autoridades y ciudadanos en el terreno de la vida comunitaria. Es por ello que hemos de entender que los problemas de la ética en la política no se limitan a los actos de corrupción que conocemos, es decir, al aprovechamiento económico del poder o de la función pública. Este tipo de actos suelen ser, comprensiblemente, los más impactantes. Pero, en rigor, las faltas éticas a la función política se extienden a un campo mucho más amplio y abarcan, en primer lugar, la forma en que las autoridades electas y nombradas se relacionan con la ciudadanía. Hemos visto en la última década una tendencia de los políticos a ignorar los compromisos con su electorado prácticamente al día siguiente de haber sido electos. Hemos presenciado, también, una falta de interés en atender asuntos esenciales de interés público. Tomemos pues plena conciencia: todo ello, al igual que la corrupción, degrada nuestra democracia y reclama de nuestra parte vigilancia y sanción. Hemos visto en la última década una tendencia de los políticos a ignorar los compromisos con su electorado.