La otra noche estaba en una fiesta y un chico gay, igualito a un mini Truman Capote, nos abordó a mí y a una pareja de amigas lesbianas para preguntarnos divertido cómo demonios disfrutábamos sin un hombre. El sexo lésbico le parecía algo incomprensible y nos pidió encarecida y juguetonamente que se lo explicáramos. No suelo hacer estas cosas, pero aunque le dije con todo el cariño del mundo –son tiempos en que se impone con urgencia el arte de hacer señalamientos con todo el cariño del mundo, aunque no siempre lo consigamos– que lo suyo era un poco lesbofóbico, también me dediqué a contárselo con detalle, durante un largo rato. Solo recuerdo que hablé de plantas carnívoras, de la yema del índice hundiéndose en diamantes líquidos, del MDMA, del ritmo interior, del feminismo. Es curioso ver cómo puede ser tan fóbico ese desconocimiento del otro cuando se traduce en estereotipo, en prejuicio, en negación. Durante la última marcha del orgullo en Madrid una chica lesbiana nos dijo a mí y a Roci que nosotras no, que qué íbamos a ser lesbianas nosotras. Hace no mucho me di cuenta de lo bastante lesbiana que era cuando empecé a escuchar y cantar las canciones de amor romántico de cortarse las venas de toda la vida, pero pensando en una mujer. “Chavela”, el documental de Catherine Gund y Daresha Kyi sobre Chavela Vargas, nos presenta a la primera mujer que le cantó rancheras a otra mujer, a un sujeto “ella”, con toda la melancolía y el desgarro de los charros, pero sin reproche, sin despecho, desde el alma que deja ir. Escuchar a ese mujerón en pantalones y poncho cantar “ponme la mano aquí, Macorina” y verla convertir las lágrimas del macho herido en himnos lésbicos orgullosos debió escocer a toda la sociedad mexicana, que durante años la segregó, la condenó a escenarios pequeños y la empujó al alcoholismo. “Ser verdadera en la vida cuesta, sufres mucho, pero sales adelante”, dice Chavela en la película. Seguro todavía hay quienes piensan cómo demonios disfrutaba sin un hombre.