La relación entre Alberto Fujimori y sus hijos me hace pensar en Frankenstein, la novela de Mary Shelley, y en la leyenda del Gólem, la historia del rabino de Praga que confecciona un monstruo de barro y le da vida y lo tiene a su servicio hasta que un día la criatura escapa a su poder y se vuelve en su contra. Nunca sabremos —porque el fujimorismo es opaco como una mafia—, cuán real es el distanciamiento entre el padre y su hija. Sabemos, sí, que Kenji Fujimori es el experimento exitoso, la criatura con obediencia de sabueso. Pero se puede especular sobre la discrepancia entre el preso y su hija a la luz del último incidente: la exigencia del dictador de que Chávez, Salgado, Cuculiza y Aguinaga vayan al Congreso, sí o sí. El dato clave es que esos congresistas son voceros tradicionales del fujimorismo más encallecido, los más reaccionarios y fascistoides, los más prestos a justificar o negar la guerra sucia y los crímenes, cuando no a ser sus operarios: Aguinaga fue el ministro de las esterilizaciones forzadas. Pero, al mismo tiempo, no han sido acusados de corrupción o de enriquecimiento ilícito, no figuran en la infinita lista de funcionarios y parlamentarios fujimoristas vinculados con ese tipo de delito, que representa el peligro más obvio de un posible gobierno de Keiko Fujimori: la conversión del tesoro público en un botín. La candidata quiere postular sin el lastre de la línea dura pero no le preocupa demasiado llegar al gobierno rodeada de gente que solo busca el Congreso a cambio de inmunidad y dinero fácil. Su supuesto proceso de limpieza es un maquillaje muy puntual. Si su padre se impone, el fujimorismo será el de siempre. Si ella se impone, tendrá tiempo de buscar otros personajes que cumplan el rol de Chávez o Cuculiza: pinochetistas por convicción. Y si no los encuentra, el resultado puede ser, irónicamente, un fujimorismo menos cínico pero que perfeccione la maquinaria que le robó al país 6 mil millones de dólares: el “nuevo fujimorismo”.