Hace algunos años, la detención de un policía comprometido con el delito común era un noticia inesperada y desagradable. Esta penetración del “mal dentro del bien” se registraba especialmente en relación con el tráfico de drogas y el control del tránsito, y era esencialmente una degeneración personal. Con el paso del tiempo, los compromisos delictivos se han hecho colectivos al punto que varias veces casi toda la plantilla de las unidades antidrogas terminó envuelta por el delito. La evolución es radical, intensa y rápida. La reciente detención de más de 20 oficiales y suboficiales de la División de Investigación contra el Crimen Organizado, y de la Dirección de Inteligencia de la PNP, asociados a un grupo de mafiosos prontuariados, varios de ellos en prisión, evidencia que la masificación de la corrupción policial se encuentra en el punto más alto. Una cosa era la corrupción personal, cuentapropista o de pequeños núcleos, y otra es la colectivización mafiosa de buena parte de las estructuras policiales. El salto cualitativo es crucial, al potenciar el desafío de la seguridad ciudadana hacia límites poco imaginados hasta hace poco, una realidad de donde emerge una grotesca pero certera pregunta: ¿quiénes harán la lucha contra el delito? Cuando la crisis de seguridad se hizo patente, a finales de la década pasada, varios anotábamos en relación con este punto que la evolución de esta crisis nos acercaba a las experiencias mexicana y colombiana combinada y no solo a una de ellas. Si en ese momento México y Colombia estaban cerca, es posible que ahora se encuentren aquí. Varios rasgos del proceso registrado en los dos países se están desarrollando en nuestra seguridad/inseguridad, como la masificación del delito y la integración de las familias a él; la sofisticación del crimen; la brutalización de los grupos de tarea; y la pauperización de la policía como antecedente del desborde de sus filas hacia el enemigo a combatir. Puede doler decirlo o escucharlo, pero parece que estamos en los inicios de una importante alianza social entre los buenos y los malos. Este proceso tiene varios años en curso y, en ese contexto, es meritorio lo realizado en la última etapa por el alto mando policial y la actual gestión del Ministerio del Interior. De hecho, emerge esta alarmante colectivización debido a la labor de los sectores sanos, institucionales y valerosos de la PNP y el MININTER dispuestos a combatir el crimen dentro de casa. Los operativos contra los Babys de Oquendo, la mafia de Chilca y la denuncia del escuadrón de la muerte, es trabajo limpio policial con ayuda de la fiscalía, y, ojalá sea siempre, de los jueces. Espero que sea suficiente. El debate dentro y fuera del Congreso durante la reciente interpelación del ministro del Interior, Carlos Basombrío, me genera dudas sobre la claridad del liderazgo del país ante esta realidad. En el Congreso, la mayoría de las preguntas de la interpelación y las intervenciones en respuesta al ministro brindaron la sensación de la falta de conciencia colectiva respecto de esta crisis. Las críticas radicales, envueltas en la pequeñez de las cosas y en la denuncia populista del estado de la cuestión –una especialidad que dominan varios legisladores pero que no pasa de su indignación frente a las cámaras de TV–, han sido como se esperaba las que menos han aportado. Sucede no obstante que no es la única inconciencia; esta también opera en la sociedad que, a pesar de responder en las encuestas desde hace 5 años de que la delincuencia es el principal problema del país, no está dispuesta a llevar a cabo importantes aportes personales y sacrificios para conjurar esta crisis nacional. Lo patentiza lo más público: la microcorrupción en la que incurren masivamente los ciudadanos y la cooperación con delitos e infracciones; y la precipitación de decenas de miles de peruanos a los grupos criminales que –como ya lo demuestran México y Centroamérica– son una importante fuente de generación de empleo. Nuestra economía tiene menos proletariado y más lumpen proletariado. http://juandelapuente.blogspot.pe