Por razones de trabajo, vinculadas al cargo que ocupo en la Asociación Internacional de Psicoanálisis (IPA en inglés), he tenido que viajar en los últimos meses a Londres. Uno de los lugares más llenos de vida a los que tuve la suerte de concurrir en esa metrópolis es el Borough Market. Es un mercado conformado por puestos de comida de una inmensa variedad, en donde se puede consumir de pie toda suerte de delicias de medio mundo. Cerca del lugar hay una serie de pequeños restaurantes y bares, carentes de pretensión pero inevitablemente caros para un turista del tercer mundo, como todo en esa ciudad. Aún así, la atmósfera que se respira es de informalidad, alegría y ganas de vivir. Muy cerca se encuentra el puente de Londres (donde la furgoneta atropelló a varios transeúntes), el teatro de Shakespeare, The Globe, y la Tate Modern, uno de los mejores museos de arte moderno del mundo. Frente a dicho museo está el puente peatonal sobre el Támesis, el Millenial, que lleva a la catedral Saint Paul. No es exagerado decir que este es el corazón de la ciudad, aunque Borges describiera a Londres, en El Aleph, como “un laberinto roto”. Frase que ahora adquiere un significado tan poético como ominoso. El ataque terrorista ocurrido precisamente en esos lugares emblemáticos del goce de estar vivos, busca destruir ese impulso erótico de vivir humanamente, bajo el imperio, diría André Green en El Trabajo de lo Negativo (disculpen que lo cite reiteradamente, es la realidad la que me obliga a hacerlo), de una negatividad destructora. “La envidia, decía La Rochefoucauld en sus Máximas, es más irreconciliable que el odio.” Hay una intencionalidad política en estos ataques, claro está. Pero se encuentra al servicio de una pulsión de muerte que aparece en los lugares más insospechados. En la playa Marbella, por ejemplo. Nombre engañoso que encubre una mar embravecida, en donde se entrecruzan corrientes poderosas y remolinos letales. Otro caso en donde –esta vez con la complicidad de la negligencia y acaso de una concepción exacerbada y omnipotente de la virilidad– perdieron la vida cuatro jóvenes. Si le dejan espacio, la pulsión de muerte se hará presente. No lo duden. Le escribí, a raíz de los recientes atentados en Londres, a algunos psicoanalistas británicos, colegas y amigos, consternado por lo sucedido en lugares que habíamos frecuentado juntos. Uno de ellos, Jonathan Sklar, me respondió que justo estaba terminando un artículo que presentaría en Belgrado, sobre Memoria y Trauma en la Sociedad. El título del congreso es Pensando en la Frontera. Cuán apropiado, pensé. Ya sea en las orillas del Támesis, en La Costa Verde o en Siria, la lucha mitológica entre Eros y Tánatos continúa imperturbable, mientras los humanos procuramos olvidarla para poder seguir adelante con nuestra existencia. Termino citando la última frase del correo que me envía Jonathan: “La realidad es atroz.”