Alberto Fujimori fue electo sorpresivamente en 1990 en medio de una situación caótica; no tenía mayor experiencia política o de gestión, encabezaba un movimiento improvisado y estaba en minoría en el Congreso. Empezó su gobierno intentando crear un gobierno de concertación, encabezado por el acciopopulista Juan Carlos Hurtado. Ciertamente enfrentaba una de las peores crisis de nuestra historia, la relación con la oposición era accidentada, y también la relación con el Poder Judicial y otras instituciones. Pero la salida implicaba continuar o profundizar la lógica de concertación, como la que intentaba el presidente del Consejo de Ministros Alfonso de los Heros en el momento del golpe. En lo económico las bases de las reformas de mercado habían sido puestas ya por Hurtado Miller y Boloña antes del golpe; recordemos que en toda América Latina las reformas neoliberales se implementaron sin interrupciones constitucionales. Y en cuanto a la lucha contrasubversiva, un amplio acuerdo reformista estaba siendo gestado por De los Heros. Fue el propio Fujimori quien cerró esa posibilidad, y optó por el golpe de Estado. Quienes defienden esa opción seguramente no aceptarían hoy que el presidente Kuczynski, en minoría en el Congreso, en un contexto económico difícil, enfrentando serios problemas de seguridad ciudadana, con los retos de la reconstrucción por delante, optara por cerrar el Congreso y reorganizar el Poder Judicial. Y no hay manera de rechazar a Nicolás Maduro y aprobar el 5 de abril (y viceversa) y mantener un mínimo de coherencia. Aun cuando consideráramos que Fujimori actuaba motivado por la necesidad de derrotar al terrorismo e impulsar las reformas de mercado, que supuestamente peligraban por la oposición del Congreso y la inoperancia de las instituciones, los hechos posteriores demuestran la falsedad de esa idea. Después del golpe, Fujimori no hizo consolidar una lógica crecientemente arbitraria, autoritaria y corrupta. Con ese derrotero comprometió la política contrasubversiva, desmantelando el GEIN, consolidando el poder del SIN y de grupos paramilitares, incurriendo en violaciones a los derechos humanos y al debido proceso, generando problemas que arrastramos hasta hoy; también abandonó la continuidad de las reformas de mercado, que sufrieron un estancamiento y retrocesos abiertos en muchas áreas. Con todo, el fujimorismo tuvo éxito en construir una narrativa según la cual el 5 de abril fue el momento fundacional de un movimiento dispuesto a privilegiar el contenido de las decisiones por encima de los procedimientos, la eficacia por encima de los principios. El desgaste del gobierno de Toledo y la decepción frente a la promesa de la “institucionalización democrática” ayudan a entender la reaparición del fujimorismo en 2006; su “normalización” como fuerza política fue facilitada por la conversión conservadora de Alan García durante su segundo gobierno; hasta convertirse en el partido mayoritario en el Congreso que es hoy. Si no volvió al poder con Keiko Fujimori es porque su vuelta despertó también un antifujimorismo que se constituyó en una suerte de barrera de contención. Los 25 años eran un buen momento para que el fujimorismo repiense su trayectoria, y evalúe el significado de esa fecha. No solo no hubo ningún intento serio de reflexión, sino que aún peor, el fujimorismo liderado por Keiko F. parece estar en un proceso de penosa involución hacia posiciones crecientemente conservadoras y hasta reaccionarias, que no hace sino destruir su credibilidad y acrecentar el rechazo que le impidió llegar al poder en sus dos candidaturas.