Pensaba esta semana continuar con algunas reflexiones sobre el centenario de la PUCP, pero los recientes sucesos en Venezuela ameritan un comentario. En Venezuela hemos vivido un régimen autoritario desde los años de Chávez, que mantenía una apariencia democrática en virtud a su popularidad, a su capacidad de concitar apoyo electoral. Cuando Chávez llegó al poder en 1999, su entonces partido tenía apenas el 26% de la representación en el Congreso. Desde el gobierno construyó un nuevo poder: llamó a un referéndum para convocar a elecciones de una Asamblea Constituyente, que ganó con el 80% de los votos; y en la elección de la Asamblea logró, con un sistema electoral mayoritario, elegir al 95% de los asambleístas, con el 65.5% de los votos. La nueva Constitución fue aprobada en un nuevo referéndum con el 72% de los votos. El problema empieza cuando la Asamblea yendo más allá de sus competencias, disolvió el Congreso, la Corte Suprema, las asambleas legislativas regionales, y convocó a nuevas elecciones en 2000. Chávez fue reelecto con el 60% y el chavismo logró la mayoría en el Congreso, y a través de los nombramientos de este, también el control de la Corte Suprema, del organismo electoral, de la fiscalía, etc. Dicho sea de paso, lo mismo hizo Alberto Fujimori después del golpe de 1992: reconstruir las instituciones bajo su hegemonía y asegurarse su control. Durante el chavismo las cosas funcionaron en tanto este se mantuvo como una máquina electoral eficaz: Chávez ganó las elecciones presidenciales de 1998, 2000, 2006 y 2012; las elecciones de Congreso de 2000, 2005 y 2010; y los referéndums de 1999 (para convocar la Asamblea Constituyente y luego para aprobar la nueva Constitución), el revocatorio de 2004, y el que aprobó la reelección indefinida de autoridades en 2009. Perdió el referéndum de 2007 para cambiar la Constitución y declarar a Venezuela un Estado socialista, lo que anunciaba que las cosas estaban empezando a cambiar. Después de la muerte de Chávez, Nicolás Maduro logró elegirse en 2013, pero perdió la elección del Congreso de 2015. El desastre económico ya era evidente, y ha sido cada vez peor. El pilar de sostenibilidad de este régimen autoritario, su capacidad de concitar apoyo popular y ganar elecciones, se perdió. La oposición intentó convocar a un referéndum revocatorio presidencial para diciembre del año pasado, pero las autoridades electorales y judiciales, electas por el Congreso antes de 2015, lo impidieron arbitrariamente. No solo eso, también suspendieron indefinidamente la realización de las elecciones regionales previstas también para finales de 2016. Para mí es desde este momento que Venezuela puede considerarse una dictadura abierta. La reciente decisión del Tribunal Supremo de Justicia, de usurpar las funciones de la Asamblea Nacional, no es sino la confirmación de que estamos ante un régimen incapaz de mantener siquiera las formalidades con las que antes pretendía legitimarse. Se argumentó que la Asamblea no acató la desincorporación de tres diputados supuestamente electos de manera irregular, cuestión que es manifiestamente falsa, pues esos tres diputados fueron desincorporados en enero de este año. En las últimas horas, nos enteramos de que el TSJ retrocedió parcialmente en la decisión de usurpar las funciones de la Asamblea Nacional. La inesperada, para Maduro, reacción y presión internacional hizo aflorar las tensiones al interior del chavismo. El juego político no solo se da entre gobierno y oposición, cada vez más resultan decisivos los conflictos al interior del chavismo, de los que sabemos poco.