La revolución de 1959 fue bienvenida de manera prácticamente unánime: se veía como una revolución democrática, nacionalista, popular, en contra de una dictadura represiva, excluyente, sometida a intereses extranjeros. A pesar de tempranas muestras de intolerancia, autoritarismo y de un personalismo excesivo, la equivocada respuesta de la oposición cubana y de los Estados Unidos dieron razones para justificar el giro hacia el comunismo, el acercamiento a la Unión Soviética y el establecimiento de una lógica de resistencia. Es justo recordar el golpe de Estado en contra del presidente Arbenz en Guatemala en 1954 y el intento de invasión en Playa Girón de 1961, ambos con apoyo estadounidense, así como la posterior invasión en 1965 de República Dominicana. La “amenaza imperialista” no era solo un discurso retórico. Los primeros años, los únicos propiamente revolucionarios, los de la reforma agraria, la universalización del acceso a la educación y a la salud, los de los intentos de lograr también una revolución productiva, hicieron que, en medio de grandes contradicciones y dificultades, las condiciones de vida de los cubanos mejorara, lo que permitió que el nuevo régimen despertara una amplia simpatía y solidaridad internacional. Se estableció sin embargo un régimen de partido único que progresivamente se fue haciendo cada vez más personalista, excluyente y represivo. Aunque también es cierto que el autoritarismo se estaba extendiendo en toda América Latina en la década de los años setenta. ¿Podía al menos el autoritarismo político ser eficiente en lo económico? Recordemos que en China con Deng Xiaoping, desde finales de la década de los años setenta, se emprendieron reformas orientadas al mercado que explican la pujanza económica de ese país. En Cuba hubo intentos de liberalizar la economía en esos mismos años, con resultados mínimamente promisorios. Hasta inicios de los años ochenta el modelo cubano parecía sólido, a pesar de las continuas disidencias y de sucesos como el de los refugiados de Mariel. La tragedia para mí fue que, mientras el mundo viró a lo largo de la década de los años ochenta hacia el liberalismo político y económico, en Cuba, Castro impuso la política de “rectificación”, hacia formas más estatistas y controlistas, y una “depuración” en el poder que acrecentó aun más el personalismo. Mientras China apuraba sus reformas económicas, la URSS iniciaba la Glasnost y la Perestroika, mientras América Latina giraba hacia la democracia y la economía de mercado, Castro buscó aferrarse al poder a toda costa. En la década de los años noventa el pueblo cubano tuvo que pagar el precio, y se hizo evidente el fracaso del proyecto revolucionario: Cuba descubrió hasta qué punto había pasado de ser dependiente de los Estados Unidos a serlo de la Unión Soviética. El “periodo especial” reveló una economía colapsada, que revirtió buena parte de los logros del periodo revolucionario; se vivía, igual que antes de la revolución, una dictadura represiva, con un poder oligárquico (esta vez concentrado en la nomenklatura), y el otrora país orgulloso de haber desaparecido el turismo sexual y la prostitución tuvo que recurrir al jineterismo para evitar el colapso económico. Más adelante, la tragedia deviene en farsa, cuando Cuba sustituye la dependencia de la URSS por la del petróleo chavista. Algunos rescatan como herencia valorable de Castro el idealismo y los sueños que despertó; yo pienso que ese es precisamente el tamaño de su fracaso y lo negativo de su legado: destrozar, dilapidar y tergiversar los sueños de varias generaciones.