En Brasil, el pasado miércoles la presidenta Dilma Rousseff fue destituida por el senado, por encontrársele responsabilidad política en el manejo de las cuentas fiscales, una operación que pretendía “maquillar” los niveles de déficit. Es claro que el Congreso decidió la destitución con una lógica política, y este fue el pretexto para consumarla. Se trata de una infracción administrativa, practicada por los presidentes anteriores y por la mayoría de gobernadores en ejercicio. No fue un golpe de Estado en sentido estricto porque los procedimientos fueron respetados en lo formal por el Congreso y avalados por la Corte Suprema de Justicia, pero es evidente que Rousseff es el chivo expiatorio que la oposición ofrece a la ciudadanía en medio de una de las crisis económicas más severas de la historia brasileña y de gravísimos escándalos de corrupción que afectan a todo el sistema político. Se trata de la desnaturalización de las reglas formales del régimen político como una salida ante el cambio en la composición de las alianzas en contextos de crisis. Esto ya ha pasado en nuestros países en los últimos años, en Ecuador o Paraguay, por ejemplo. Desde los años de la presidencia de Cardoso, la construcción de coaliciones fue la solución al problema de tener un presidente sin mayoría en un Congreso fragmentado. Esto tenía por supuesto costos: cuotas partidarias en la designación de cargos públicos, afianzamiento de prácticas clientelísticas. Y esos costos fueron aumentando con el paso del tiempo. Durante el gobierno de Lula estalló el escándalo de un esquema de pagos mensuales de sobornos a un grupo de diputados para que aprueben las iniciativas legislativas gubernamentales. Es pertinente recordar que muchas de las iniciativas de este gobierno dieron a Brasil una gran prosperidad en el contexto del boom de los precios de nuestras materias primas, y que permitieron la implementación de políticas sociales que redujeron sustancialmente la pobreza. En tanto los escándalos no afectaron directamente al presidente, Lula continuó siendo popular y el Partido de los Trabajadores logró la elección de Rousseff. Pero los problemas siguieron: durante el gobierno de Rousseff estalló el escándalo que desnudó un esquema por el cual funcionarios de empresas públicas cobraban cupos a empresas privadas para ganar licitaciones y contratos; funcionarios que no solo obtenían beneficios personales, también eran parte de un esquema de financiación de sus partidos políticos y de sus redes clientelísticas. Estos esquemas dieron “viabilidad” a las coaliciones y permitieron que Rousseff lograra ser reelegida en 2014, estableciendo una continuidad de gobiernos del PT desde 2003. Pero la crisis internacional desde 2013 desnudó la vulnerabilidad de la política económica, y los escándalos de corrupción hicieron insostenible el esquema. Los opositores, marginados del poder por más de diez años, arreciaron sus críticas, y los aliados, sin mayores posibilidades de seguir obteniendo beneficios, se apartaron, dejando a la presidenta sola. La situación actual es muy precaria, y, lo que es peor, no se ven claras salidas en el futuro. ¿Significa que la construcción de coaliciones en contextos de fragmentación política fueron un error, o que intentar políticas redistributivas era una ilusión? En realidad, la respuesta que se necesita, que ojalá resulte estimulada por la misma gravedad de la crisis, es construir coaliciones sobre la base de programas, no prebendas, encaminadas a resolver las necesidades de la ciudadanía, no engordar los bolsillos de funcionarios y empresas mercantilistas.