Algunos se sorprenden de que la aprobación de Ollanta Humala esté tan baja, incluso comparada con la de otros presidentes en su hora de salida. En efecto, otros presidentes vieron su aprobación repuntar en las últimas semanas, como expresión de alivio por la partida o como una suerte de regalo de despedida. El 11% de aprobación que tiene Humala en estos días podemos compararlo con el 33% que despidió Alejandro Toledo en el 2006, o el 40% de Alan García en el 2011. Toledo más bien tuvo 11% de aprobación en muchos momentos de su gobierno, y García se pasó años sin ver el lado bueno de ese 40% final. Debemos aceptar, entonces, que lo de Humala es otra cosa. Quizás se debe al efecto de arrastre de la imagen de Nadine Heredia, que en los buenos tiempos lo potenciaba y ahora, con su 4% en la encuesta GfK, lo debilita. De ser así, el Presidente todavía tiene un trecho que caer en el aprecio de sus gobernados. Pero el marco de referencia de estas cifras es que los gobiernos, es decir el gobernante o su partido, en el Perú tienden a terminar electoralmente mal. Acción Popular se encontró con un 5% en 1985. Perú posible, el Apra del 2006 y el nacionalismo simplemente no presentaron candidatos. Incluso al apreciado Valentín Paniagua luego le fue muy mal electoralmente. Solo el segundo aprismo tuvo un insólito 22% en 1990. Esto se ha venido dando además cuando los últimos tres gobiernos han tenido puntos a su favor como buenas cifras de crecimiento, aumento de los ingresos, reducción sustantiva de la pobreza, y modales democráticos bastante aceptables. Pareciera, pues, que los malos finales no son un balance de la gestión, sino alguna otra cosa. En el caso específico de Humala, la cosa parece haber sido enredarse en un intercambio de acusaciones con sus opositores, para el cual no estaba políticamente preparado. De otra parte, la primera dama terminó siendo un flanco particularmente frágil. El desbande de sus congresistas terminó de redondear la situación. ¿Ese 11% o menos puede curarse con el tiempo? Definitivamente sí. Si la opinión pública no siempre es agradecida, sí es amnésica, y rara vez rencorosa.