Tú que estás leyendo estas líneas puedes morir por el odio. No tienes que hacer nada en especial excepto ser una mujer. Qué importa tener 20 o 70 años; vivir en una ciudad o en un pueblito de la sierra; ser prostituta o ser profesora de religión; salir de noche a bailar o salir al amanecer a trabajar: puedes morir porque el asesinato de mujeres es un hecho cotidiano e incluso tiene un nombre propio: feminicidio. Los feminicidios no están basados en la inseguridad que una mujer puede tener en una empresa altamente riesgosa. Son actos que realizan algunos hombres y otras (pocas) traidoras de nuestro género para aniquilarnos aunque estemos tomando un micro, o estudiando o trabajando como periodistas para denunciar los feminicidios. Nos matan porque somos mujeres y por alguna extraña razón se supone que no debe importarle a nadie: ni a las grandes empresas, ni al Estado, ni a las instituciones internacionales. Berta Cáceres, hondureña e indígena lenca, estaba durmiendo cuando entraron a su casa a matarla. Un año antes había ganado el prestigioso Premio Goldman por su valentía al enfrentarse a la megarepresa Agua Zarca construida no para traer más luz a la comunidad, o agua en época de sequía, sino para generar la energía que requiere una máquina de molienda en una mina. La presa implicaba desplazamientos de miles de personas y muerte de animales, aves e inundación de una zona altamente biodiversa; por eso el pueblo reclamó esta lucha y Berta logró que las empresas extranjeras se retiraran de la megainversión. Pero había tocado los bolsillos de gente importante en un país de legendarias impunidades: la amenazaron policías, militares y paramilitares. Este 3 de marzo unos hombres entraron a la medianoche en casa de Berta en La Esperanza, noroeste de Honduras, y le dispararon ocho balas luego de reducirla fracturándole un brazo. Deja cuatro hijos y un luto profundo en toda América Latina. Unos días antes unas jovencitas argentinas del interior, de la zona de Cuyo, Marina Menegazzo y María José Coni, fueron asesinadas en una playa de Ecuador y solo se sabe que las mataron porque se resistieron a ser violadas. No eran luchadoras sociales ni dirigentes: eran unas muchachas que querían conocer su continente, Nuestra América como dijo Martí. Las mataron porque dijeron que no. Lo peor de todo ha sido la reacción de las instituciones reaccionarias: echarles la culpa de su propia muerte: ¡Por qué viajan solas, pues!, ¡por qué salen lejos de su casa, pues! A eso le llamo “pensamiento retorcido”. Sucedió en el Perú: el 1 de febrero de este año la joven cadete de la Escuela de la PNP de Cajamarca, Joselin Herrera Rojas, de 20 años de edad, murió en circunstancias confusas dentro del local de la institución. Oficialmente hablaron de un paro cardiaco, pero a las pocas horas se empezó a conocer otra versión: al parecer Joselin habría muerto víctima de una irracional violencia por parte de otras cadetes de años superiores. No solo fueron golpes, sometimiento a sobre esfuerzos físicos, sino vejaciones al punto de “baldearla” y obligarla a comer talco de pies. Las viejas costumbres de ingresos a la hombría en centros militares las replican mujeres a sus pares mujeres: humillaciones y “perradas” porque las de la jerarquía más baja deben subordinarse a sus superiores. Es la puesta en práctica del “pensamiento retorcido”. Berta, Marina, María José, Joselin… ¿Y tú cómo te llamas? Tu nombre puede ser el próximo y puedes estar segura que no le va a importar a (casi) nadie. ¿O crees que se pueden cambiar las cosas?