Un reciente artículo de Carlos Meléndez, en El Comercio, sobre la gestación de la candidatura de Julio Guzmán y los retos que afrontará cuando se investiguen sus relaciones personales y políticas, incluye la siguiente extraña interrogante: “¿Cuán real es [la] conexión [de Guzmán] con la comunidad judía de la cual se especula a partir de su actual esposa estadounidense que pertenece a dicho grupo?”. ¿Qué tipo de relación espera descubrir Meléndez? ¿Qué cosa es “la comunidad judía” y cómo se puede tener una relación con toda ella? ¿Por qué casarse con una judía americana convierte a un político en aparente sospechoso? ¿Por qué Meléndez alude a la esposa judía americana para preguntarse sobre la relación de Guzmán con los judíos y no, por ejemplo, con los americanos? Si la esposa fuera budista o musulmana o chilena, ¿se formularían preguntas sobre la relación de Guzmán con “la comunidad budista”, “la comunidad musulmana”, “los chilenos”? Lo que hay detrás de la lamentable pregunta de Meléndez es un rasgo típico del antisemitismo contemporáneo: la idea de que los judíos en general funcionan como un solo e inmenso lobby internacional, versión moderna de la “conspiración judía mundial”, y que cualquier político que tiene proximidad con “ellos” probablemente es su títere. Guzmán cree que el Perú debe ser aliado comercial y político de Israel y eso basta para que le llueva una tormenta de odio en las redes sociales. Pero el artículo de Meléndez es peor que la tormenta, porque, para él, el matrimonio de Guzmán con una judía abre por sí solo espacio a la “especulación” (es decir, la sospecha). En nuestro país, que tiene pactos comerciales con atroces dictaduras sin que a muchos les preocupe, es hipócrita echar sombras sobre un político que aspira a fomentar la cooperación con una democracia como la israelí (cooperación que ya existe y contribuye mucho al agro peruano). Pero hacerlo con sospechas basadas en el judaísmo de la esposa de un candidato le añade grosería a la hipocresía.