Familiares y amigos del sacerdote sodálite Daniel Cardó, hijo del exministro de Belaunde, Andrés Cardó Franco, están preocupados por lo que escribí sobre él en mi blog de La Mula e inquietos por lo que rebotó en este diario el último domingo de diciembre del 2015. Es más. Hasta hubo una precisión que alguien hizo para reivindicar al sodálite ensotanado. “Lo publicado no corresponde a los hechos que se indican”, rezaba la aclaración. “El sacerdote Cardó es un respetado y reconocido religioso que ha trabajado en nuestro país con los sectores menos favorecidos. Incluso cumplió su labor sacerdotal en los barrios marginales del Callao, en donde se convirtió en una persona muy estimada por la comunidad. Cardó ha prestado también sus servicios sacerdotales en Colombia con los desplazados por las guerrillas, en momentos difíciles para ese país. En este lugar logró igualmente el reconocimiento de la sociedad colombiana”, y así en ese plan. Un santo, es decir. O casi. Pues por las descripciones del susodicho deberíamos inferir que el tal Cardó es un personaje ejemplar. La explicación venía a cuento porque el arriba firmante había narrado episodios truculentos en los que el sodálite Daniel Cardó había participado animosamente en maltratos y vejaciones físicas y psicológicas contra un colombiano. Andrés Felipe Cardona es el nombre de la víctima, quien narra con pelos y señales, en la investigación que hicimos con Paola Ugaz, los abusos físicos perpetrados por el clérigo del Sodalicio. “Te voy a dar once puñetazos en el estómago y no te puedes caer”, le dijo en una ocasión. E insistió bravuconamente en su advertencia: “Si te caes, empiezo desde cero”. Y así fue. Andrés Felipe Cardona, adivinarán, cayó más de una vez. Y Cardó cumplió con su amenaza. Y figúrense, ‘el respetado y reconocido religioso estimado en los barrios marginales del Callao y muy apreciado por la sociedad colombiana’, azotó a trompadas y bofetadas a Cardona. Hasta hacerlo gemir de dolor. Hasta hacerlo anegarse en llanto. Hasta dejarlo pasmado, astillado, fracturado, hecho añicos, implorando porque la tortura y la humillación cesen. “Es para que seas más recio y te hagas más hombre”, le decía el valiente Daniel Cardó, mientras que su víctima se retorcía doliente en el piso como consecuencia de los inclementes puñetazos encajados en la boca del estómago. Andrés Felipe Cardona, por cierto, no ha sido ni la primera ni la última víctima de Cardó. He hablado con otros exsodálites que dan fe de haberlo visto haciendo lo mismo con sodálites aspirantes. Más todavía. Al enterarme de las especificaciones puntuales sobre las virtudes de Cardó, hablé con su supuesta víctima nuevamente. “Quizás el colombiano exageró un poco cuando nos brindó su testimonio para el libro”, pensé. Pero no. Andrés Felipe Cardona estaba hecho una furia con la “precisión” que leyó en estas páginas. “Estoy indignado. (Cardó, luego de leer las publicaciones en Lima) me llamó para pedirme encarecidamente que no lo volviera a nombrar en ninguna parte. Me pidió que tuviera consideración con su padre que está muy enfermo. Yo le dije que no se preocupara, porque lo que tenía que decir sobre él ya estaba publicado en el libro Mitad monjes, mitad soldados. Y finalmente le dije que nuestra relación se componía de estrellas y de arenas, donde hubo cosas buenas pero también cosas muy malas”. Más aun. Andrés Felipe Cardona desde hace semanas quiere ponerse en contacto con la Comisión creada por el Sodalicio para contarlo todo, pero hasta ahora no lo consigue. Y claro. La Comisión tampoco ha tratado de ubicarlo, como especularán los suspicaces. Pero nada. Si no se han enterado de su existencia, pues aquí se los presento, señoras y señores de la Comisión de Ética para la Justicia y la Reconciliación. Y el nexo con él ya saben quién lo tiene: Daniel Cardó, obviamente, pues supo ubicarlo raudamente para reclamarle que no lo vuelva a mencionar públicamente en ningún sitio, como si influyese todavía en él, como si ejerciese todavía algún poder sobre su antiguo subalterno. Uno de sus allegados me comentó: “Pero bueno. Se trata de ‘delitos menores’, de ‘faltas leves’, comparados con los abusos sexuales”. Y como soy de carne y hueso y me he soplado ya demasiados testimonios sobre abusos –de los psicológicos, de los físicos y de los sexuales– perpetrados por jerarcas sodálites, ‘no puede ser’, me dije, ‘he oído mal, seguro’, porque hay que ser un poquito –o bastante– caradura para relativizar una denuncia que tiene que ver con “el sistema de formación integral” del Sodalicio, que transforma a las personas en autómatas, en talibanes, en seres sin alma y robotizados, a través del control de la conducta de sus miembros, con el encubierto propósito principal de inocularles a sus adherentes el fanatismo o el extremismo en su cosmovisión. Como en las sectas. Aquellas en las que los denominados ‘formadores’ actúan como unos verdaderos inescrupulosos. Ni más ni menos. Digo.