He escrito muchas veces sobre el pelo. Recuerdo algún verso sobre los bosques (o los mapas) que forman mis pelos en el piso de mi casa. Y alguna crónica en la que explico por qué, como Sansón, yo nunca me corto el pelo. Tengo el mismo peinado (que podría resumirse en “pelo largo”) desde que tengo memoria y probablemente me vaya a la tumba con la misma melena blanca e indomable que tenía mi abuelita Vicky cuando se murió. Por eso cuando mi hija vino a decirme un día que quería pintarse el pelo de azul me quedé de piedra. Más que nada, al recordar la horripilante timidez con la que crecimos algunas, cuando no nos atrevíamos a estrenar una zapatillas feas porque se burlaban a muerte de nosotras. Esta niña no le teme a nada, pensé. Pero volví a sorprenderme cuando noté que el primer día de clase, después de que se pintara el pelo, al acercarse a la puerta donde suelen esperar todas las niñas y niños tomaba aire y tragaba saliva y se secaba el sudor de las manos. Mi hija sí que sentía el vértigo de mostrarse diferente. La diferencia es que ella se estaba atreviendo a hacerlo venciendo sus temores naturales. A los diez años. Pensé que lo había dicho todo en términos de pelo. Hasta que hace unos días Lena me dijo que ahora quería cortarse el pelo a lo garçon. En su ensayo “Tanto revuelo por los peinados, Siri Hustvedt escribe que la larga cabellera de Rapunzel “es la metáfora perfecta para representar el espacio de transición donde se dan las apasionadas y a veces tortuosas uniones y separaciones entre madre e hija”. También en ese ensayo aparece el pelo de niña de su hija Sophie, que Siri solía peinar antes de leerle el cuento. Llega un momento en que la larga cabellera, como el cordón umbilical, se corta, en que hay que dejarla ir. Ella que heredó mis pelos largos y lacios, volvía a la puerta del colegio deconstruyéndolo todo a cada paso. Enseñándome lo que es tener personalidad. Y sobre todo, enseñándome que esta no está en el pelo ni en su ausencia. ❧