No lo recuerdo con toda precisión, pero me cuentan algunos de mis seres queridos que, en mi infancia, me encantaba jugar al trompo, treparme a los árboles, usar pantalones –que paraban llenos de parches en las rodillas de tanta revolcada– y, de cuando en cuando, agarrarme a trompadas con algún chiquillo pleitista. Es decir, en la impecable lógica de los señores de #ConMisHijosNoTeMetas, yo era un prospecto pintadito para convertirme en lesbiana y, a estas alturas, tendría que estar caminando como camionero escaldado, luciendo los ternos de Lourdes Alcorta y llevando del brazo a alguna gentil hembrichi víctima de mi malhadada perversión. Pero algo raro debe haber ocurrido conmigo, porque, pese a pronóstico tan tajante –y a pesar de que mis padres, educadores, me permitieron total libertad para elegir lo que me viniera en gana en materia sexual– resultó que me encantaban los chicos y que, salvo el gusto por lanzar a cada rato palabrotas de camionero, todo lo demás en mí está en su sitio y hasta me quedan muy bien los zapatitos de talla 35 y taco nueve (puedo llegar al once, pero tampoco quiero parecer drag queen, no se pasen). O sea, al final resulté igual a cualquier chiquita que jugaba a las Barbies y hacía de enfermerita cuando jugábamos al doctor –yo siempre hacía de médico, of course– y aún hoy no tengo dificultad alguna para relacionarme con los especímenes del género opuesto. Por si fuera poco, quiso la naturaleza que me reprodujera y que, de ese curioso fenómeno, naciera una niña a la que crié con las mismas libertades y que hoy podría ganar un concurso de femineidad (salvo porque me heredó el gusto por las palabrotas, pero, bueno, lo lleva en la sangre). Mi punto es que el principal argumento de los cavernícolas que pretenden sabotear el sistema educativo del país se cae solito si uno se pone a pensar que la identidad de género –que no el sexo, que en la especie animal, a la que pertenecemos, es sólo hembra o macho, salvo los casos de intersexualidad* (hermafroditismo, lo llamaban nuestros abuelos)– viene en el ADN de cada cual y no importa cuánto rosadito o celestito le plantes al bebé, si al final va a resultar machote, mujercita, gay, trans, bisexual o asexual no es algo que tú puedas inducir ni planificar, aunque quieras. Y a aquellos papás que dicen barbaridades del tipo “yo quiero que mi hijo comience a explorar su sexualidad cuando yo lo crea conveniente”, hay que informarles que, piña, los niños exploran su genitalidad desde el vientre materno y que, cuando tu hijo o hija se toca, no está haciendo otra cosa que vivir su sexualidad de la manera más natural del mundo y que lo único que lograrás censurándolo o prohibiéndoselo será convertirte en la última persona con la que compartirá cualquier vivencia íntima. Por todo eso, la pregunta que habría que hacer a cualquier padre –incluso a aquellos que marcharon cual borregos ayer en contra del currículo educativo– es: ¿quieres que tu hijo crezca ignorante y lleno traumas en torno al sexo para que sea fácil víctima de depredadores sexuales, enfermedades de trasmisión sexual y embarazos no deseados, o quieres a una persona empoderada, con capacidad de elegir y, sobre todo, de cuidar bien de su cuerpo y su vida emocional? Si la respuesta es sí, la única manera de lograrlo es dándole información desde muy pequeño (adecuada a su nivel, por cierto) y tratando de interferir lo menos posible en sus descubrimiento del placer, una vivencia demasiado personal como para deformarla con las intromisiones adultas. Y si, por tus ataduras cerebrales, no lo haces de la manera correcta, esa información se la darán sus amiguitos, el internet o, de repente, algún acomedido curita pedófilo de esos a los que los preocupadísimos padres de #ConMisHijosNoTeMetas curiosamente no tocan ni con el pétalo de una rosa. ____________ Nota: Los conceptos que suelen confundir interesadamente quienes abogan por el oscurantismo y la homofobia son sexo biológico (hembra, macho o intersexual); la identidad de género (la vivencia interna e individual del género tal y como cada persona la experimenta); la orientación sexual (la capacidad, independientemente del sexo biológico y de la identidad de género, de una persona, para sentirse atraída emocional, sexual y afectivamente por personas de un género diferente al tuyo, del mismo o de más de un género); y la expresión de género (la forma en la que expresamos nuestro género: a través de la vestimenta, el comportamiento, los intereses y las afinidades).