No habían pasado cinco días de Mistura y ya se habían vendido más de treinta y cinco mil porciones de chancho al palo, lo que convierte a este plato de origen incierto (hay quienes dicen que nació en Huaral pero, bah, chanchos y palos hay en todo el país) y aspecto poco gourmet, en el sabor emblemático de lo que algunos fans (y a la vez reporteros) suelen denominar como “la mayor feria gastronómica de esta parte del continente”. ¿De qué sirvieron tantos años de explorar nuevos sabores en la comida peruana? ¿De qué le valió a Gastón Acurio quemarse las rizadas pestañas en Le Cordon Bleu de París? ¿Mereció la pena que tantos chefs recién regresaditos de Europa se lanzaran a sonsacar las recetas familiares a sus abuelitas en pleno lecho de muerte? ¿Para qué tanta cocina novoandina y demás chimichurris culinarios si, finalmente, el chancho al palo termina siendo el plato bandera, nuestro potaje emblemático y, por último, el más fiel retrato de nuestro sofisticado paladar? Y como hay quienes dicen que somos lo que comemos, los peruanos seremos, pues, unos chanchos, casi tanto como esos treinta y cinco inocentes animalitos que van a parar cada día al palo de Mistura para satisfacer el, ¡ejem!, exigente gusto de miles de salivantes comensales que se largan colas interminables para degustar ese manjar en forma de pellejo crujiente chorreante de grasa y colesterol. ¡Yumi! Por si fuera poco, las cifras, que no mienten (salvo que las maneje Idice, pero esa es otra historia y ya pasó), dicen que el consumo de chancho al palo en la feria se incrementó en un cuarenta por ciento en relación al año anterior. Es decir, volviendo al párrafo anterior, eso sólo puede significar que cada vez somos más chanchos. Basta echar una mirada a las redes sociales para darse cuenta del fenómeno chanchoalpalo y su influencia en la construcción de nuestra personalidad gastronómica. Por ejemplo, @KatyCuadros, exhibiendo su sofisticado hedonismo, tuiteaba hace unos días: “Me empujé: ceviche, chancho a la caja china, chancho al palo, picarones, anticuchos, y una fanta helada. Lo peor es, que tengo mas hambre!”. O @GonzaloCG21, cuyos apetitos, principescos e insatisfechos, lo llevaron a tuitear por su parte: “Digamos que he comido ceviche de trucha, chancho al palo, empanada colombiana y ahora una cremolada... ¡Vamos por más! #Mistura2016” Y como muchos aseguran que la cocina es un arte (aún a despecho del poco refinado destino de sus obras maestras), nadie podrá decir que la literatura no está presente en Mistura, como lo prueba este otro tuit de @luobr del 2 de setiembre: “Un poema: carapulcra con chancho al palo”. ¿Por qué ejerce tanta atracción el chancho al palo entre los miles y miles de visitantes de Mistura? ¿Tendrá que ver con el sugestivo nombre del platillo que, por lo demás, no se diferencia demasiado de un chancho al cilindro o de un chancho a la caja china? ¿Qué hizo que desplazara a la pachamanca, al chicharrón y hasta al mismísimo pollo a la brasa, y terminara siendo el plato fetiche de la feria? Bernardo Roca Rey, presidente de Mistura, esbozaba hace poco una teoría: “Tienes que tener en cuenta que hay ocho millones de habitantes en Lima que no pueden hacer fuego en su casa. Entonces, ¿qué es lo que recuerdan? Lo que ellos han comido de niños, que era una fogata en el campo. ¡Qué bueno que ellos puedan comerlo cuando quieran ahora en Mistura!” En otras palabras, el chancho al palo sería algo así como el plato de la nostalgia provinciana. Un pequeño homenaje a la infancia y a los sabores perdidos con el desarraigo. Tal vez en cada bocado chorreante de grasa, los miles de miles de asistentes a Mistura recuperan algún resabio, algún aroma, algún recuerdo que se quedó en el terruño abandonado. Suena bonito, pero yo sigo sin entender por completo la magia de este plato que ha terminado eclipsando a todos los demás aportes y atractivos de la feria que nació como una propuesta en la que los restaurantes de cinco tenedores ofrecían sus sofisticados platillos a doce lucas el descartable con cubierto de plástico y que hoy, según el crítico gastronómico Ignacio Medina, languidece “huérfana de estrellas de relumbrón y promotores internacionales”. Después de tanto remar, Mistura hoy parece ser básicamente el recinto desde donde los planos y descabezados cuerpos de decenas de cochinos se yerguen cada día al calor de una fogata, aplastados contra un armazón de metal, y miran sin ojos cómo en cada bocado vamos convirtiéndonos en unos chanchos. Porque, sí pues, como decía Orwell, todos los animales son iguales, pero algunos animales son más iguales que otros (*).  (*) “No existía duda de lo que sucedía a las caras de los cerdos. Los animales de afuera miraron del cerdo al hombre, y del hombre al cerdo, y nuevamente del cerdo al hombre; pero ya era imposible discernir quién era quién” (Último párrafo de Rebelión en la granja, de George Orwell).