Esta es la historia de la primera mujer peruana que corona el Everest. Una profesional que sufrió abusos de niña y que está usando el montañismo para ayudar a otras víctimas a superar el horror.,Dos días antes de llegar al Campo Base del Everest, el grupo hizo un alto en el camino. Silvia Vásquez-Lavado decidió que era un buen momento para contarles lo que la había llevado hasta allí, la Cordillera Himalaya, el techo del mundo. Pero antes quería escuchar, una vez más, sus historias. Era el 12 de abril, pasado el mediodía. Silvia pensó que hablarían una hora, a lo sumo, pero pronto ya era de noche y las muchachas no paraban. Habían formado un círculo poderoso, donde nadie ocultó su dolor, ni siquiera ella misma. Paola, la mexicana, contó cómo había sido abusada de niña y cómo, años después, ya en los Estados Unidos, un conocido la había raptado y convertido en su esclava sexual. Jessica, norteamericana, de madre colombiana, contó cómo el esposo de su abuela abusó de ella y cómo es que su familia nunca le creyó. Dos muchachas nepalesas, primas, contaron cómo dejaron su casa engañadas por un hombre que las explotó en un prostíbulo en Bombay. Otra chica nepalesa contó cómo teminó en un burdel de la India y cómo uno de los explotadores la ayudó a escapar. Todas arrastraban por su vida el horror de esas experiencias infantiles. Silvia las había llevado hasta allí como parte de un proyecto de su ONG, Chicas Coraje, buscando que el encuentro con la montaña les diera el sosiego que ella había encontrado, 11 años antes. Eso les dijo. Les habló de su propia historia de abuso. Y de su promesa. La niña que apareció Esta semana, Silvia llegó a Lima para recibir el cariño de su país por haberse convertido en la primera peruana en llegar a la cima del Everest (8,848 m). Desde su hazaña, el 19 de mayo, todos han aplaudido su coraje. Pero muy pocos conocen cuál es la razón que la ha llevado a escalar algunas de las cumbres más altas del planeta. Entre los 6 y los 9 años Silvia fue abusada sexualmente por un hombre que trabajaba en su casa. La experiencia la convirtió en una niña sumisa, con baja autoestima, que padeció bullying y que a los 18 años se fue a los Estados Unidos –gracias a una beca Fullbright–, huyendo de un país donde la vida era una pesadilla. En Pensilvania y, luego, en San Francisco encontró la estabilidad laboral pero no la personal. Se entregó a todo tipo de excesos, sobre todo a la bebida. Al teléfono, su madre, que se había enterado tarde de la historia de abuso, percibía su sufrimiento. A mediados de 2005 la invitó a venir a Lima a participar en una ceremonia de meditación con una maestra shipiba. Silvia aceptó. Ese día tuvo una visión. Se vio a sí misma junto a una niña de carita triste. La niña era la propia Silvia, en la época del abuso. Las dos avanzaban de la mano, caminando entre montañas. Durante días la imagen no se le fue de la cabeza. Cuando volvió a San Francisco, decidió que visitaría las montañas a las que esa niña parecía conducirla. En principio, pensó en los Andes. Pero luego se preguntó por qué no viajar al Everest. Para cubrir una pena tan honda se necesitaba la montaña más alta. El abrazo de la montaña Octubre de 2005. El viaje no es una ascensión al Everest –no, todavía, no estaba preparada todavía– sino una caminata al Campo Base. Silvia recuerda muy bien el momento. Es el segundo día y han salido de Namche Bazaar, una pequeña ciudad de Nepal, considerada la puerta de entrada al Himalaya. No está cansada ni tiene mal de altura. Simplemente está en busca de algo, algo que aplaque ese dolor que le brota de lo profundo. Y, entonces, luego de una curva en el camino, la aparición. Es el paisaje. Un valle extenso y en el fondo, las montañas. Los Himalayas. Nevados. Inmensos. Silvia nunca ha sentido algo así en su vida. Es como si esas montañas le abrieran los brazos para ofrecerle protección, para decirle que todo va a estar bien. Las montañas la llaman. Y ella va a su encuentro. Seis días después, llega a su destino, el Campo Base (5,360 m). Ha avanzado tan rápido –ha agotado a sus guías– que tiene tiempo para quedarse un día más a ver el amanecer desde un macizo cercano, el Kala Patthar. Ella ya está arriba con las primeras luces. Desde ese balcón el Everest se aprecia más imponente que nunca. Silvia no puede contener las lágrimas. Le da las gracias al nevado porque nunca se había sentido tan protegida en su vida. Y le promete que volverá para escalarlo. Mejor preparada. Y llevando una causa, un proyecto que le permitiera ayudar a otras mujeres. Reconfortarlas como ella estaba siendo reconfortada allí, entre el frío y el viento de las alturas. Ese proyecto social fue su ONG Chicas Coraje. Las nieves más altas Para que Silvia ascendiera a la cima del Everest tuvieron que pasar 11 años. Escaló las cumbres más elevadas de África (Kilimanjaro), Asia (Elbrus), América (Aconcagua) e, incluso, la Antártida (Vinson), para prepararse. Entró a trabajar a PayPal y, eventualmente, se convirtió en una de las latinas más importantes en Silicon Valley. Y, en febrero de 2014, se animó a revelar públicamente su historia de abuso, en un evento de V Day, la ONG internacional que lucha contra la violencia hacia la mujer. Fue después de contar su historia que fundó Chicas Coraje. Subir montañas la había ayudado tanto a enfrentar el pasado que pensó que también le podía ayudar a otras mujeres que pasaron por lo mismo. En noviembre de 2015, después de 10 años, volvió al Campo Base. Llevó consigo a cinco jóvenes nepalesas, víctimas de trata. Fue una caminata durísima, de 10 días, las chicas parecían desfallecer pero, al final, llegaron. Silvia las veía llorar, emocionadas. Una de ellas le dijo que cuando la rescataron de sus tratantes había comenzado a vivir su segunda vida. Y que haber llegado sola a ese lugar, a más de 5 mil metros de altitud, representaba el inicio de su tercera vida. En abril de este año emprendió un tercer viaje al Campo Base. Con otro grupo de chicas. Y esta vez preparada para cumplir su promesa. Vientos de tormenta El 14 de abril, después de haberse despedido, dolorosamente, de Paola, Jessica y las chicas nepalesas en el Campo Base, Silvia se unió a la expedición con la que, a partir de ese punto, escalaría el Everest. Les tomó 35 días. Tuvieron que aclimatarse, practicar escalando macizos menores y ascender poco a poco al Campamento 1, al 2, al 3 y al 4. El ascenso no estuvo exento de riesgos. Un día, el recorrido del Campamento 1 al 2 se postergó, sin razón aparente, y esa decisión los salvó de quedar atrapados en una avalancha sobre el Glaciar de Khumbu. Pero el momento más duro fue ascender al Campamento 3 en medio de una tormenta. De no haber sido porque estaba aferrada a la cuerda como a su vida, los vientos de casi 70 km por hora se la hubieran llevado consigo. Para empeorar las cosas, el último tramo antes del Campamento 3 fue en medio de una neblina que no dejaba ver nada. Ella temblaba de frío pero, sobre todo, de miedo. El 19 de mayo, a las 7:20 de la mañana, Silvia Vásquez-Lavado se convirtió en la primera mujer peruana en pisar la cumbre del Everest. En la última parte del ascenso tuvo el auxilio de un balón de oxígeno. En medio de los abrazos y el llanto –un llanto glorioso, como tiene que ser un llanto en la cima del mundo–, Silvia retrató el momento con una bandera peruana y otra de su institución. Al día siguiente grabaría un video dedicando su hazaña a las mujeres del Perú. Pero en ese momento lo más importante fue sacar una banderita en la que había cosido dos fotos. La de su difunta madre. Y la de la niñita que había sido, la que vivió el horror y que ahora se quedaba atada a una de las estacas. Protegida por el nevado. Solo una montaña tan alta podía aplacar una pena tan honda.,