En cada juramento de amor eterno que susurran los amantes embriagados (¿Les dije que hoy ando en modo Blades?), en cada “yo te pertenezco para siempre” que musitan las parejas en los parques, en cada “hasta que la muerte los separe” que sentencian los curas en las bodas, en cada vals que grita que eres “mi propiedad privada”, palpita el germen de la violencia y sonríe, expectante, ese Neandertal que todos los hombres –buenos y malos, modernos o conservadores, ateos o religiosos– incuban dentro. No es su culpa y sí lo es, tremenda contradicción, porque todos los hombres de nuestra especie fueron inoculados, hace milenios, con el gérmen de la dominación de la otra parte del género humano –la mujer– y generación tras generación fueron convenciéndose de que ellos eran superiores, privilegiados y, sobre todo, poseedores de la castidad ajena solo por el hecho de haber nacido machos. Se lo dijeron sus padres, se lo dijeron sus maestros, se lo dijeron los curas, se lo dijo Dios (el Dios que es hombre, no el verdadero): esa costilla es tuya y ay de ella si osa desafiarte, vivir según sus reglas o mirar a otro varón. Que hay hombres que han logrado superar tamaña tara, los hay, y muchos. Pero los hay también que viven atormentados por su cavernícola particular, no importan cuántas maestrías tengan ni cuánta cara de civilizados pongan. Porque, en un principio, fuimos todos felices. Lo cuenta Engels en El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado: la sociedad primitiva era un alegre todos contra todos, la pacífica familia punalúa, donde no existían obligaciones ni sanciones, y los hijos nacidos de tales uniones eran criados, con amor, por el clan entero, pues no existían bienes que heredar ni mujeres a las cuales obligar a la castidad para probar que tu descendencia era tuya, como ocurrió después, ya en la edad de los metales, cuando el hombre comenzó a explotar al hombre y a crear la riqueza individual, madre de todas las desgracias. Y desde entonces, aún ahora, el amor, si no es libre e independiente por la voluntad general de los pueblos y por la justicia de su causa que Dios defiende, es una pesada cadena que arrastra cada uno de los implicados hasta que alguno no aguanta más y decide romperla, un grillete electrónico que un buen día empieza a hacer tic tac, como una bomba de relojería, una sentencia a cadena perpetua que, al final, encuentra a dos seres humanos odiándose por toda la vida que no vivieron por cumplir promesas que sabían que no cumplirían. Por eso, cuando veo en el Facebook las fotos de aquellas celebraciones donde todos (hijos, nietos, nueras, yernos) elogian matrimonios que han durado cincuenta, sesenta, setenta años, siempre miro los rostros arrugados y forzadamente alegres de los homenajeados y trato de adivinar la nube de minúsculos odios rutinarios que habrán ido acumulando, las pequeñas traiciones, los insultos callados, y me convenzo cada vez más que la monogamia es la más terrible de las maldiciones que decretó la sociedad. Estoy segura que, cuando comenzó, el romance de Lorena Álvarez y Juan Mendoza era un paraíso de amorosos suspiros, donde ella prometió fidelidad eterna y él, nunca mirar a otra mujer que no fuera ella (no lo sé a ciencia cierta, pero eso hacen todos los enamorados cuando las hormonas bullen y el deseo se concentra en una sola piel), y estoy segura de que Micaela de Osma y Martín Camino también fueron novios felices, de esos de marcación telefónica y claves de WhatsApp compartidas. Si los seres humanos fuéramos racionales, jamás prometeríamos fidelidad ni amor eterno, porque ni siquiera sabemos quiénes vamos a ser en un par de años, porque solo Dios y los imbéciles no cambian, y tratar de compensar nuestras tristes inseguridades con solemnes juramentos no es más que una reverenda estupidez y, para muchas, un nudo corredizo que, tarde o temprano, se cierra sobre sus delicadas gargantas. Si fuéramos sensatos, digo, prometeríamos amar hoy, y mañana de nuevo, y pasado mañana otra, y así cada día, sin futuros ni calendarios ni obligaciones. Estoy segura de que, así, los amores durarían florecientes hasta que se extinguieran, calmos, sin mostrar sus pétalos marchitos, sus olores a cementerio ni sus tallos podridos. Pero no. Desgraciadamente, nadie entiende el amor en libertad y trata de atarlo como pueda. Porque la pequeñez de nuestros sentimientos hace que queramos estirarlos como un chicle mil veces masticado y deglutido una y otra vez. No digo que esa sea la causa de la violencia en las parejas. Los factores son muchos y van desde factores individuales hasta una crianza llena de taras y prejuicios. Sin embargo, estoy segura de que esa necesidad de cazar al amor como a una mariposa, para encerrarlo en un frasco llamado “estabilidad”, es el aderezo de ese plato envenenado que la civilización judeocristiana llama “familia”. El mismo que llevó a Juan Mendoza a decir algo tan salvaje como “no te mato, porque te amo”, y a Martín Camino a arrastrar, como a animal rumbo al matadero, a la mujer que un día juró amar y proteger. Si los seres humanos fuéramos racionales, jamás prometeríamos fidelidad ni amor eterno, porque ni siquiera sabemos quiénes vamos a ser en un par de años, porque solo Dios y los imbéciles no cambian”.