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“Si bien la protesta debe ejercerse pacíficamente y las fuerzas del orden pueden contribuir a ello, el uso de la fuerza ha sido absolutamente desproporcionado...”

Hace dos semanas evaluaba posibles escenarios frente a la eventual vacancia del entonces presidente. El más improbable parecía que fuera vacado. Estimaba que era complicado conseguir los 87 votos requeridos para la vacancia por incapacidad, pese a la gravedad de las acusaciones de corrupción.

Ni en los pronósticos más avezados podíamos prever que el presidente anunciaría un golpe de Estado en televisión nacional, el cierre del Congreso fuera de la única causal que habilita la Constitución (censura o negación de confianza de dos gabinetes) y la intervención en los organismos del sistema de justicia.

Las horas que se vivieron luego deben seguramente haber traído una serie de pensamientos y emociones: evocación del 5 de abril de 1992, incertidumbre frente a eventual apoyo militar, duda sobre accionar del Congreso, miedo por una nueva dictadura y el impacto posible. La institucionalidad resistió, pero por muy poco.

Luego, el Congreso procedió a la vacancia y se produjo la juramentación de la presidenta de la república en funciones. Seguro se seguirá discutiendo el efecto de no haber permitido un espacio de defensa en el hemiciclo al entonces presidente o si era posible decretar una detención (en flagrancia o preliminar) contra un presidente que aún tenía prerrogativa de antejuicio (necesidad de que el Congreso autorice previamente su detención o procesamiento).

Desde mi perspectiva, el cierre del Congreso de modo inconstitucional permite una declaratoria de vacancia por causal objetiva (en aplicación conjunta de los artículos 113 y 117 de la Constitución); y sobre lo segundo, la Corte Suprema ya emitió decisión (aunque se puede discutir si es que un presidente en funciones utilice su cargo para un golpe de Estado no sería delito en ejercicio de funciones y, por tanto, pasible de un antejuicio previo).

Con todo, podría haberse producido una transición pacífica del poder tras la sucesión presidencial, pero lamentablemente ha distado de serlo. No solo por la actitud triunfalista de un Congreso que también tiene culpa –y mucha– en la debacle institucional, sino por las propias acciones del nuevo gobierno (además de su anuncio inicial de permanecer hasta el 2026).

Si bien la protesta debe ejercerse pacíficamente y las fuerzas del orden pueden contribuir a ello, el uso de la fuerza ha sido absolutamente desproporcionado y no compatible con los derechos humanos, como se ha dado cuenta en mucha prensa independiente.

El enorme grado de discrecionalidad –y potencial arbitrariedad– que otorga una declaratoria de emergencia a nivel nacional sin claridad sobre las restricciones es también preocupante. Es terrible que se pretenda quitar agencia a quienes marchan y se les califique como “azuzados”, “violentistas” y “terroristas”. No entender que esto dificulta el diálogo es darle la espalda a la mayor parte de habitantes del país.

Darle cabida a jefes militares para que expliquen sus estrategias y casi mencionen a las 25 personas fallecidas como “daño colateral” es inaceptable para un gobierno que pretende reforzar su legitimidad y alegar su carácter democrático. Anunciar que las responsabilidades por estas violaciones a derechos humanos se determinarán en el fuero militar es negar todo el avance a nivel interno e internacional para sancionar a quienes cometen crímenes con esa gravedad.

El Congreso tampoco contribuye por no intentar arribar a acuerdos mínimos para aprobar el adelanto de elecciones que la inmensa mayoría de la ciudadanía exige. La “reforma” parece más bien una estrategia dilatoria que un verdadero compromiso o búsqueda de mejora.

En ese escenario, se refuerza la incertidumbre, desazón y desconfianza que solo dificulta más encontrar una verdadera solución. Gobernar y representar parece ser lo que toca ahora y lo que menos se está haciendo.

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