La libertad y un insólito séquito de mujeres
En este quinto episodio, marchas y contramarchas narran la travesía de las rabonas en Ayacucho, mujeres esenciales en la lucha por la libertad.
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Una letal partida de ajedrez despliega los ejércitos rivales en el sur andino tras la debacle realista en Junín. Marchas y contramarchas en un “terreno asombrosamente quebrado […] cruzado de varios ríos y entre los cuales el Apurímac, el Abancay y el Pampas”, describió el oficial realista Andrés García Camba. “Pero los realistas no tienen alas como los cóndores”, expresó su frustración el español sobre el esquivo enemigo. Los patriotas tampoco.
Acompaña al Ejército Unido Libertador un séquito de mujeres tan importante como el propio armamento: las llamadas rabonas, la mayoría indígenas, a cargo de procurar alimento y cocinar, atender a los heridos, sepultar a los caídos. Este ejército irregular de mujeres será parte sustantiva de la logística de la guerra aunque grandemente olvidado por la histografía. La autora se echa la lliclla sobre la espalda y enrumba por las estribaciones de los Andes rumbo a la batalla final con ellas.
Escribe: Evelyn Sotomayor (*)
No sé leer ni escribir. Le he pedido a un cabo que escriba lo que le voy a dictar. Soy Atanasia Solano, una mujer afroperuana que acompaña a los independentistas. Puedo identificarlos por el color de la escarapela que llevan en sus cascos. Casi siempre me confundo entre los realistas y los independentistas, porque los veo a todos con uniformes parecidos, así que he tenido que afinar la vista para identificar los colores y los signos de los patriotas. Tengo 20 años y decidí acompañar a los soldados, porque las circunstancias me obligaron. Un día llegaron a mi pueblo y empezaron a juntar a los hombres para pelear por la libertad; entonces, yo quise acompañarlos. En la marcha, me di cuenta de que no estaba sola, pues había más como yo: otras mujeres que acompañaban a los soldados.
Hemos caminado kilómetros para llegar a Ayacucho, porque dicen que llega el día final: el día en que pelean nuestros hombres por la libertad de todos. No sé si seré libre, porque una debe cuidar a los hijos, atender al marido, entonces qué libertad es esa. La gente nos llama rabonas, pero nosotras tenemos nombre propio, como yo Atanasia Solano; están la Gregoria Aliaga, la Juana Fuentes, la María Hurtado, entre tantas otras que hemos vivido a flor de piel esta batalla. Al igual que los hombres hemos caminado, hemos sudado y también sentimos miedo de lo que va a pasar el día de mañana con nosotras.
Acompañar a un soldado no significa ser mujer de este, sino que una puede ser hermana, prima, tía, hija de un soldado. Nosotras debemos adelantarnos al batallón en la marcha, porque armamos el campamento y preparamos el alimento para los guerreros y los críos que muchas compañeras llevan en sus llicllas. Muchas veces saqueamos pueblos, ya que estos no quieren compartir con nosotras su ganado y papas. Muchas compañeras sufren y se angustian, porque deben darle de comer a sus críos, además de que siempre piensan en si su soldado está vivo o fue alcanzado por una bala. Las guaguas lloran de hambre y se asustan por el sonido de los fusiles, así que nosotras mismas nos organizamos para conseguir el alimento. Vamos a los pueblos más cercanos y si no colaboran debemos saquear rápidamente. Siento pena sí, porque muchas veces hemos quitado el alimento a mujeres tan pobres y desamparadas como nosotras, pero acaso no se justifican nuestras acciones por abastecer a los soldados y así lograr la libertad. Le digo a la que se queda llorando: “Tranquila, mamita, esto por la libertad de todas”. Espero que sea así: por la libertad de todas. Luego, de tener ganado y algunas verduras regresamos al campamento. Aquí hay otro grupo de nosotras que ya armó las carpitas para atender a los soldados. Cuando llegan los hombres les damos su comida, curamos sus heridas y los escuchamos atentas cuando nos cuentan cómo se enfrentaron con el enemigo. Yo le doy su chairo a mi Manuel. El chairo es una sopa que preparamos con todo lo que se logró recolectar de los pueblos. Metemos todo en la olla y empezamos a servir para que nuestros hombres den buena pelea. Cuando están heridos, usamos la medicina de nuestras abuelas: plantas del campo sirven para curar el dolor.
Los soldados descansan algunas horas y nosotras también. Al alba parten a seguir buscando la libertad y nosotras debemos recoger todo el campamento para cargarlo sobre nuestros hombros. Debemos avanzar a prisa para adelantarnos a los soldados y armar nuevamente el campamento para alimentarlos y curarlos. Me canso sí, siento angustia sí, pero en estos caminos no hay tiempo para pensar. Solo está el tiempo del ahora: el tiempo de la libertad es también nuestro; el tiempo de las mujeres.
(*) Profesora de la Pontificia Universidad Católica del Perú y de la Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas, coordinadora de la oficina de investigación del Instituto Riva Agüero y miembro del comité organizador de la Red Interdisciplinaria de Estudios Latinoamericanos-Perú XIX. Magister en literatura hispanoamericana y candidata al doctorado de Historia en la PUCP. Autora de Pensar en público: las veladas literarias de Clorinda Matto en la Lima de la posguerra (2017) y Nuevas lectoras del siglo XIX. Género, libro y lecturas de ilustradas peruanas (2022).