La democracia liberal propia de la institucionalidad política de los Estados Unidos está siendo crecientemente afectada. Trump gobierna mediante órdenes ejecutivas, minimizando el papel del Congreso. Ha desacreditado a la Corte Suprema y ha sugerido su ampliación si no se pliega a sus políticas. Existe un enfrentamiento sin precedentes por el caso de la repatriación de Kilmar Ábrego García, deportado erróneamente a El Salvador. La Corte Suprema ha confirmado su repatriación inmediata y la administración se ha negado a acatar la sentencia, orillando el desacato. Desafiar una orden de la Corte Suprema socava el principio de separación de poderes y el Estado de derecho.
La administración, simultáneamente, ha desfinanciado los organismos de control, ha acusado de traición a opositores y ha restringido los derechos de prensa y protesta. La violación de los derechos humanos de muchos de los deportados y sus familias empieza a tornarse sistemática. El régimen político norteamericano podría estar transitando hacia una situación en la que se afecten de manera constante la separación de poderes, la pluralidad democrática y la vigencia de derechos humanos básicos. La propia institucionalidad democrática. Podría ser una deriva que finalmente termine en un régimen político híbrido. Diversos sectores políticos, intelectuales y académicos ya alertan sobre esta posibilidad.
La política general de Trump, del "America First", podría ser asimilada y aplicada en un entorno institucional democrático, pero todo indica que el camino es el inverso: que su instrumento es el ejercicio autoritario del poder. Esta opción se refleja casi mecánicamente en la política exterior. Las iniciativas y decisiones adoptadas en estos últimos meses lo confirman.
La reestructuración del poder mundial impulsada por la Casa Blanca está tratando de imponer un régimen basado en la unilateralidad del ejercicio del poder, que menoscaba la legalidad y la institucionalidad internacional, y que se sustenta en la correlación de fuerzas. La afectación de normas esenciales del Estado democrático a nivel interno se refleja en la imposición de una gobernanza autoritaria en la escena internacional, que socava el derecho internacional, las Naciones Unidas y la institucionalidad multilateral, que son los espacios y referentes democráticos de la gobernanza universal. Trump propicia un régimen mundial unipolar e híbrido —a semejanza de sus convicciones políticas internas— contestando abiertamente los consensos democráticos construidos desde la Segunda Guerra Mundial.
Uno de los instrumentos más agresivos y estructurales de esta diplomacia autoritaria es el uso de los aranceles como herramienta de poder, no solo económica sino también diplomática y estratégica. El arancel general unilateral del 10 % como mínimo, y la imposición unilateral de escalas arancelarias según cada país, han liquidado la liberalización del comercio como elemento central de la globalización.
La guerra comercial contemporánea representa un cambio doctrinal. Ya no se trata de corregir precios relativos, sino de redibujar las jerarquías globales. Lo que Trump está operando no es una política comercial, sino una política de poder geoeconómico. Su estrategia se inscribe en una lógica más amplia de reconfiguración del orden mundial, en la cual EE.UU. ya no se presenta como garante del sistema multilateral, sino como potencia que negocia —y castiga— en función de sus intereses nacionales. La consigna no es apertura, sino coacción económica bilateral.
Este nuevo proteccionismo estratégico tiene consecuencias globales. La economía mundial está fragmentándose en bloques. Los aranceles, las sanciones, las exclusiones tecnológicas, los embargos, las “listas negras” de empresas y los acuerdos bilaterales impuestos se ejercen como mecanismos de coerción bajo apariencia de normalidad. No se llegará a una recesión mundial este año, pero sí se afectará seriamente la tasa de crecimiento global. En este enfoque, los aranceles no solo corrigen precios: disciplinan actores, reorganizan cadenas de suministro, castigan rivales y recompensan aliados. Así, se ha intensificado la presión sobre empresas que producen en China para que se relocalicen en EE.UU., especialmente en sectores clave como tecnología, defensa, farmacéutica y energías críticas.
El comercio es hoy el principal terreno de expresión de esta lógica del poder unilateral. Pero no el único. Es política, es social, es militar, es estratégica. En Gaza, los bombardeos masivos y las represalias sin distinción continúan con total impunidad, con la ONU paralizada por el veto sistemático de EE.UU. y la retórica de "legítima defensa" usada para justificar acciones que en otro contexto habrían sido consideradas crímenes de guerra. Las sanciones internacionales ya no se aplican por consenso, sino por iniciativa de las políticas de poder.
El derecho internacional está siendo marginado, las organizaciones multilaterales debilitadas y las relaciones entre Estados regidas por la fuerza relativa. Lo que emerge es un mundo sin reglas universales, pero con jerarquías funcionales. El comercio ya no es la ruta de integración: es el campo de batalla donde se define quién manda, quién obedece y quién queda fuera. Los Estados Unidos se han retirado del Acuerdo de París sobre el cambio climático, del Tratado de Cielos Abiertos, de la Organización Mundial de la Salud, del Consejo de Derechos Humanos; han dejado de financiar el Fondo para los Refugiados Palestinos (UNRWA); se han excluido unilateralmente del sistema de solución de controversias de la OMC; han congelado el pago de sus cuotas a Naciones Unidas y excluyen todo espacio multilateral —por más reducido que sea— en las positivas negociaciones de paz en Ucrania.
En Naciones Unidas, la administración Trump ha vetado resoluciones relativas a Palestina, Ucrania y el cambio climático, y ha amenazado con retirarse del Consejo de Seguridad si no se le otorgan mayores prerrogativas. Hay un abandono de los espacios sociales de la agenda internacional para el desarrollo. Marco Rubio ha declarado que “Estados Unidos ya no asumirá la carga de proporcionar la mayoría de la ayuda humanitaria global”.
El abandono del Consejo de Derechos Humanos coincide con graves afectaciones y violaciones, tanto dentro como fuera del territorio estadounidense. Una de las decisiones más controversiales ha sido la supresión de USAID, lo que ha derivado en la cancelación de programas vitales de salud, alimentación y educación en países como Haití, Honduras, Etiopía y Yemen. En el ámbito migratorio, la política de deportaciones masivas ha generado la expulsión acelerada de personas sin el respeto al debido proceso. En casos como el de El Salvador, migrantes deportados son arrestados inmediatamente al aterrizar, lo cual plantea si esas deportaciones no constituyen actos de entrega forzada o incluso secuestro, desde una perspectiva jurídica. Dentro del país, se han deteriorado los derechos fundamentales de inmigrantes, mujeres, personas LGBTI y comunidades afroamericanas, que enfrentan políticas discriminatorias, discursos estigmatizantes y exclusión de servicios esenciales.
La política exterior de Trump no representa simplemente una reorientación táctica, sino una transformación estratégica profunda: el paso de una hegemonía liberal, basada en reglas e instituciones multilaterales, hacia una dominación híbrida en la que prevalece la correlación de fuerzas, la imposición unilateral y la selectividad normativa. La doctrina que guía este viraje ya no reconoce la universalidad del derecho, sino que privilegia la lógica del interés nacional sostenido por la capacidad coercitiva del Estado.
Exministro de RREE. Jurista. Embajador. Ha sido presidente de las comisiones de derechos humanos, desarme y patrimonio cultural de las Naciones Unidas. Negociador adjunto de la paz entre el gobierno de Guatemala y la guerrilla. Autor y negociador de la Carta Democrática Interamericana. Llevó el caso Perú-Chile a la Corte Internacional de Justicia.