Pareciera que los representantes más conspicuos del régimen estuviesen en una competencia por demostrar quién es capaz de pronunciar la frase más vil. El ministro de Educación -suprema ironía- hace denodados esfuerzos por llevar la delantera. Su última respuesta a la periodista Almendra Ruesta, de La República en Piura, ha dado la vuelta al mundo. Ya todos estamos al tanto de su exabrupto -mientras sonreía, haciendo el momento todavía más siniestro- acerca de los asesinatos cometidos por las FFAA durante la represión de las protestas de diciembre 2022 y enero 2023: “Los derechos humanos son para las personas, no para las ratas.” Es lícito pensar que superó al cardenal Cipriani, cuando llamó a los DDHH una “cojudez”.
La prueba de que estas muestras de inhumanidad tienen el beneplácito del Gobierno, es que el ministro de marras sigue ocupando su puesto. Lo propio ocurre con Julio Demartini, titular del Midis, quien repartió carne de caballo podrida a los niños del programa Qali Warma. En este régimen se promueve el asco moral identificado por Rocío Silva Santisteban. Por eso no debería sorprendernos esta suerte de concurso rastrero, en donde gana el que asume la postura más abyecta. Ya sea mediante actos de palabra o pasajes al acto.
Lo que ambos tienen en común es el desprecio por las personas más desempoderadas del país: los niños pobres. Lo mismo estuvo a punto de suceder cuando se intentó promulgar la ley que exige flagrancia en los delitos. Como es evidente, la flagrancia restringe la capacidad de acción e investigación de la policía. ¿Cómo sería posible atrapar en pleno delito a los asaltantes, extorsionadores o violadores? Por ahora esta aberración no ha pasado, pero si nos atenemos a lo que viene sucediendo a diario en esas esferas, lo seguro es que volverán a intentarlo.
Queda claro que no podemos impedir que continúen destruyendo nuestra sociedad. Su absoluta impopularidad es un costo que ya no les preocupa. El repudio internacional, tampoco. Las protestas, hasta ahora, no han alcanzado su punto de incandescencia. Solo queda hacer lo que Cavafis propugna en uno de sus poemas: “Si imposible es hacer tu vida como quieras, por lo menos intenta esto tanto como puedas: no la envilezcas en el contacto apiñado con el mundo, en los muchos movimientos y la charla.”
La manera en que entiendo la propuesta del gran poeta de Alejandría consiste en no ceder a la atmósfera regresiva reinante. Si Quero llama ratas a las víctimas de la represión violenta, nos está invitando, sin necesidad de proponérselo, es decir de manera inconsciente, a caer en su degradación moral. Llamar “ratas” a adolescentes asesinados a mansalva -como ese niño que trabajaba limpiando lápidas en el cementerio cuando una bala de fusil de asalto acabó con su vida-, es abrirnos la puerta a que caigamos en el mismo hábito de animalizar a las personas, a fin de despojarlas de sus derechos elementales como humanos. En contraposición a Cavafis, es una seducción destinada a que depongamos nuestras restricciones éticas. De este modo, quienes llaman “ratas” a los congresistas, por ejemplo, están cayendo en la trampa regresiva.
¿Por qué lo hacen? Hay muchas explicaciones. Porque un ambiente deletéreo (“mortífero, venenoso” según el DRAE) es el que les conviene a ellos. Todos estaríamos inmersos en el mismo fango contaminado. Por eso surge con frecuencia la acusación de superioridad moral, arrojada a los llamados “caviares” (otra animalización). ¡Por supuesto que es necesario defender la superioridad moral! Es lo único que nos resguarda de sucumbir a la decadencia dominante en los discursos y acciones del régimen. No permitamos que nos culpabilicen por pretender resguardar todo aquello que permanece incólume de decencia y humanidad en el territorio peruano. Ese reducto es el que nos resguarda de caer en ese entorno de barbarie en el que todo está permitido. Políticamente, y esta es otra explicación, es lo que requieren para proponer, una vez que hayan capturado todos los organismos electorales, la mano dura derechista con la que sueñan. Entre otras cosas, porque es la que los aleja de la cárcel, a la cual muchos de ellos están probablemente destinados.
Animalizar a las personas las convierte en insignificantes, prescindibles. Se les puede matar o torturar, encerrar en la cárcel como si fueran jaulas de pollos, disponer de sus vidas a su antojo. Sería inútil, en este contexto extremista, defender los derechos de los animales. Estos son esenciales en la conformación de la civilización, pero es preciso reconocer que aquí nos estamos enfrentando al colapso político y emocional más básico. Porque toda esta campaña de envilecimiento genera asco, rabia, miedo y, como lo demuestran a diario miles de peruanos, ganas de huir de este páramo contaminado.
Poco importa que este escenario catastrófico no sea el fruto deliberado de un plan estratégico, como los de un dictador pensante (eso también existe). No se ve en nuestros gobernantes esa capacidad. Más bien parece el fruto podrido (como las conservas de carne de caballo de Qali Warma) de una conjura inconsciente. Pero no por ello menos funcional. Mientras más personas se envilezcan, mayores serán las posibilidades de imponer un régimen abiertamente delictivo en el 2026 (si es que llegamos a tener elecciones ese año).
Puede sonar a poco, pero no lo es. Mantener la integridad en esta conjura abyecta, es un acto de resistencia. El amor a la patria es tan potente como el que se tiene a los seres queridos. Por eso lo quieren destruir.
Jorge Bruce es un reconocido psicoanalista de la Pontificia Universidad Católica del Perú. Ha publicado varias columnas de opinión en diversos medios de comunicación. Es autor del libro "Nos habíamos choleado tanto. Psicoanálisis y racismo".