Si Keiko Fujimori decide presentarse finalmente a las elecciones 2026 y gana, habrá llegado a Palacio a los 51 años, exactamente la edad con la que su padre Alberto Fujimori ganó en 1990. Asimismo, habrá triunfado luego de 3 intentos fallidos previos (2011, 2016 y 2021). Estas 3 derrotas contrastan abiertamente con los 3 triunfos electorales que su padre obtuvo (no siempre de manera legítima) y que le permitieron gobernar por una década hasta su huida a Japón en noviembre de 2000.
De ganar la presidencia, no obstante, se trataría de una mera formalidad. En realidad, viene gobernando el país de facto desde por lo menos 2016, cuando perdió el balotaje frente a un economista muy mayor y de ascendencia polaca, y a quien no perdonó la derrota. Desde entonces, utilizando el poder de su bancada parlamentaria, se dedicó a sabotear al Gobierno de turno, desestabilizando la política y contribuyendo de manera deliberada a la crisis política en la que están sumidos los peruanos desde 2018 cuando el presidente tuvo que renunciar.
El fujimorismo ha buscado consolidarse como movimiento a partir de una dinastía de padre a hija. Para ello, no me detengo en los últimos 6 años, sino que extiendo el arco temporal a 1990, cuando Fujimori padre ganó la presidencia, tal como explico en mi libro Los años de Fujimori (Lima: Instituto de Estudios Peruanos, 2022). Al buscar tercamente la presidencia, Keiko Fujimori está retomando una arraigada tradición de la política peruana, que es la de buscar continuar con el legado presidencial del padre. Ya en dos ocasiones, José Pardo y Barreda y Manuel Prado Ugarteche extendieron la dinastía presidencial de sus padres, Manuel Pardo (el primer mandatario civil) y Mariano Ignacio Prado (quien salió del país en medio de la Guerra del Pacífico), respectivamente.
La familia ha sido el eje de la sociedad y la política en Perú, así como en otros espacios latinoamericanos. Los partidos políticos más importantes del siglo XX en Perú reposaban sobre los lazos familiares antes que en el reclutamiento de cuadros y el liderazgo de los dirigentes. Agrupaciones como el APRA, Acción Popular y el PPC terminaron siendo, en buena cuenta, una extensión del árbol genealógico. Sin excepción, los hijos o hermanos de los fundadores buscaron reclamar en algún momento alguna posición de poder o continuidad, como si se tratara de una empresa familiar antes que de un partido político moderno. La historiadora canadiense Patricia Heilman ha ido más lejos y ha extendido esta dinámica al grupo subversivo Sendero Luminoso, cuyo origen también dependió de lazos familiares entre su líder Abimael Guzmán y la familia de su primera esposa, Augusta La Torre.
El que la política nacional sea una prolongación de la sobremesa familiar tiene consecuencias. Acaso la principal sea confundir los planos de lo público con lo personal, a partir de la cual toda distinción necesaria para un adecuado funcionamiento del Estado, con base en la meritocracia y la rendición de cuentas, queda completamente desvirtuada. Más aún porque elimina cualquier intento de alternar la dirigencia en los partidos y minimiza la voz de la militancia, como ha quedado en evidencia con la reciente eliminación de las elecciones internas o PASO por el Congreso, en las que las dos bancadas son dirigidas por padres e hijos (Podemos Perú y APP).
En el caso de Alberto Fujimori, este recurrió a su familia desde el primer momento en que participó en la vida política en 1990. Ya sea porque no contaba con muchos recursos para contratar personal calificado o por su desconfianza hacia los demás, Fujimori padre incorporó a sus hijos (entonces aún niños) en la campaña electoral, así como a sus hermanos. Únicamente, su esposa Susana Higuchi manifestó su desacuerdo con la decisión de postular a la presidencia, lo cual significó una separación muy violenta y su retiro de la vida política como primera dama, cargo que sería ocupado por su hija Keiko. El rival de Fujimori en el balotaje, con muchos más recursos, hizo exactamente lo mismo y distribuyó los cargos del comando electoral entre su círculo más cercano.
Después de su aplastante triunfo contra Mario Vargas Llosa, Fujimori padre recurrió nuevamente a su familia, solo que esta vez para llenar puestos clave en el Gobierno. Su cuñado Víctor Aritomi (casado con su hermana Rosa) fue nombrado embajador de Perú en Japón. Esto lo hizo no solo por la confianza en él (había administrado los fondos de su campaña electoral), sino por la notoria orfandad de cuadros de su agrupación para completar los puestos de Gobierno entre su inesperado triunfo electoral y la toma de mando.
Un tema que desarrollo en mi libro es que la idea de una dinastía fujimorista fue cobrando forma luego del autogolpe de 1992, que implicó una nueva Constitución en la que ahora se permitía la reelección presidencial. La posibilidad de reelegirse y de interpretar las leyes a su antojo hizo pensar en cómo garantizar la continuidad del Gobierno, disfrazándolo de una necesidad para las reformas estructurales en la economía y la derrota de los grupos subversivos. Los logros iniciales y la mejora del país hicieron que la competencia electoral de 1995 fuese algo muy sencillo, y generaron la ilusión de un apoyo permanente popular, lo cual era una percepción incorrecta. (Continúa)
*Esta es la primera parte de un ensayo titulado Dinastía por accidente: los Fujimori, que apareció en Das Lateinamerika-Magazin, n. 474 (abril 2024) y fue publicado originalmente en alemán como ‘Eine dynastie aus versehen’, como parte de un número especial sobre dinastías políticas en América Latina.
Historiador. Radica en Santiago de Chile, donde enseña en la Universidad Católica de Chile. Es especialista en temas de ciencia y tecnología. Su libro más reciente es Los años de Fujimori (1990-2000), publicado por el IEP.