Creyeron que podían continuar destruyendo el Estado de derecho, a favor de las mafias a las que sirven, sin que pase nada. Cierto, tenían motivos para enfrascarse en esa creencia. Pese a que las encuestas los han reducido a dígitos insignificantes, el pueblo peruano parecía no poder salir de su estupefacción catatónica. Cincuenta muertos a balazos de fusiles de asalto habían paralizado cualquier intento de tomar las calles para protestar contra tanto abuso. En los últimos días, el Congreso parecía haber entrado en un frenesí de rapacidad y regresión. Nada parecía poder contrariar ese ímpetu regresivo y destructivo.
En su omnipotencia, no advirtieron que existían leyes más antiguas que cualquier constitución. Los griegos llamaban hubris a la desmesura, al afán de trasgredir los límites que los dioses imponen a los mortales: Narciso, Prometeo o Casandra, entre muchos otros, fueron objeto del castigo divino. Pero esto no ocurre de inmediato: “Aquellos a quienes los dioses quieren destruir, primero los vuelven locos”. Es verdad que, tal como nos lo recordó César Moro, “no es lo mismo un desnudo griego que un peruano calato”. Pero no es menos cierto lo afirmado por el mexicano Alfonso Reyes: “En algún momento, toda aldea es Atenas”. Los congresistas, la presidenta y sus ministros, ebrios de impunidad, encerrados en su tóxica y delirante cámara de eco, olvidaron las lecciones de la historia.
Al observar la impetuosidad con la que se emiten leyes cada vez más absurdas y destructivas del tejido social peruano —frágil de por sí—, es inevitable darse cuenta de que ese punto de efervescencia está siendo alcanzado. De manera gradual, las instituciones están dando muestras de reacción contra esos excesos, a menudo aberrantes. Lograron que organizaciones tan dispares como la CGTP y Confiep firmen un comunicado conjunto: Decisiones del Congreso de la República ponen en mayor riesgo la seguridad ciudadana y la lucha contra el crimen organizado. El Ministerio Público, por su parte, rechaza el ataque a la Junta Nacional de Justicia y hace este potente llamado: “CONVOCAR a la ciudadanía y a todas las instituciones democráticas a sumarse a la defensa de la democracia y el Estado de derecho, que se pretende socavar, de aprobarse los proyectos de ley”.
En el ámbito internacional, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) “expresa su preocupación por información recibida sobre afectaciones sucesivas al sistema de pesos y contrapesos que pueden resultar en el debilitamiento del Estado de derecho en Perú.” Los congresistas respondieron a este último comunicado alegando que ellos son “el primer poder del Estado”. Dudo que sea mera ignorancia. Inconscientemente, manifestaron lo que sienten como grupo transgresor. Creen que son el primer —en realidad el único— poder del Estado. Eso los está llevando a su perdición. La frase de los griegos —erróneamente atribuida a Eurípides— se comprueba: antes de perderlos, los dioses los vuelven locos. La omnipotencia en ese grado es un síntoma de extrema gravedad.
El mal está afectando del mismo modo excesivo a los ministros. El de Educación —triste ironía— responde a los reporteros que, puesto que nadie llega a tener tres puntos en las encuestas para la futura presidencia de la República, ¡Dina Boluarte va primera con su 5% de aprobación! Es el mismo ministro que se refirió a las violaciones de niñas awajún como prácticas culturales que deben ser erradicadas. Tratándose de una persona que ha recibido una formación superior de alto nivel, cabe preguntarse si no está siendo afectado por el mismo síndrome que los congresistas. Mientras tanto, estos últimos aprueban una ley para que 200.000 maestros sean nombrados sin ser aprobados. Muchos de ellos, claro está, ya habían sido desaprobados. Aunque la razón de ser de este despropósito sea populista —como la mayoría de medidas propuestas—, el efecto será el de mantener a las mayorías en situación de semianalfabetismo. El Congreso —en su deplorable concepción de la sociedad— piensa que es obvio que mientras menos críticos, más manipulables o amedrentables somos.
Las protestas han demostrado ser eficaces, pues la mayoría de leyes no han sido aprobadas (todavía). Lamentablemente, una ley de cine que desaparece las películas regionales e impone la censura previa sí fue aprobada. Ricardo Bedoya, el recordado crítico de cine del programa de TV ‘El placer de los ojos’, en su emisión alternativa ‘Mal de ojo’ (se puede ver en YouTube), omite comentar la muy buena película japonesa Godzilla Minus One, para despedazar este adefesio de ley. Justo cuando el cine peruano, y en particular el regional, estaba en pleno auge creativo, lo desarticulan e imponen una censura que hará las delicias del alcalde de Lima. Con esa ley, ningún filme que afecte los intereses cívicos, militares o religiosos recibirá apoyo estatal. La ministra de Cultura dice que va a observar la ley, pero, por lo visto, sus observaciones podrían incluir algún aspecto censurable que se les haya escapado a los congresistas Tudela o Cavero.
Quedémonos con las buenas noticias, infrecuentes en estos tiempos de oscurantismo. Cuando sienten la presión, estos personajes retroceden con sus leyes más violentas desde el punto de vista del derecho y se van de vacaciones. Quizás no a la China, como nuestra dizque presidenta, pero a agazaparse en cualquier lugar, hasta que sientan el clima propicio para seguir dando zarpazos. Nos toca impedir que se sientan impunes o que les tengan más miedo a las mafias que los dominan que al pueblo que los eligió.
Jorge Bruce es un reconocido psicoanalista de la Pontificia Universidad Católica del Perú. Ha publicado varias columnas de opinión en diversos medios de comunicación. Es autor del libro "Nos habíamos choleado tanto. Psicoanálisis y racismo".