Prisión preventiva en Perú: ¿medida excepcional o regla general? Reflexiones sobre la justicia y los derechos individuales, por Emilio Noguerol

“En el Perú, alrededor del 37% de la población penitenciaria se encuentra sometida a esta medida ‘excepcional’ de prisión preventiva (INPE, 2024), lo que constituye una violación a los DDHH”.

Todo liberal debe abocarse a la defensa del Estado de derecho, el mejor sistema conocido para la primacía de las libertades individuales y la satisfacción de la justicia, lo que implica gastar la tinta necesaria para denunciar el enorme daño que tanto fiscales como jueces le infligen a nuestra democracia al convertir la prisión antes del juicio en la regla, cuando –como bien lo señalaría el juez Rehnquist en la sentencia del precedente United States v. Salerno (1987)– esta debe constituir solo la excepción, pues toda persona goza del derecho fundamental a la libertad personal y a ser considerada inocente hasta que se demuestre judicialmente su culpabilidad.

Sin embargo, en el Perú, alrededor del 37% de la población penitenciaria se encuentra sometida a esta medida “excepcional” de prisión preventiva (INPE, 2024), lo que constituye una violación a los derechos humanos: abordar la inseguridad ciudadana o la corrupción no puede significar el vaciamiento de los principios y valores en los que se sustenta nuestra organización social.

Como señaló Cesare Beccaria (1764) –padre de la humanización penal–, “las leyes son las condiciones con los cuales hombres independientes y aislados se unieron en sociedad, fatigados de vivir en un continuo estado de guerra y de gozar una libertad convertida en inútil por la incertidumbre de conservarla”, por lo que sacrificamos una parte de nuestra libertad para gozar de la restante con la seguridad y tranquilidad que merecemos; esa suma de sacrificios compone la soberanía de una nación. Comprendiendo así la sensibilidad del contrato social y del depósito de esa mínima de libertad que realizamos los ciudadanos para vivir en armonía, la gestión de los asuntos públicos (entre ellos, la administración de justicia) debe ceñirse al imperio de la ley y no a los ímpetus de un individuo, mucho menos al de un fiscal perezoso o un juez carcelero.

Beccaria también consideraba un error dejar al mero arbitrio del juez la capacidad de aprehender a un ciudadano, tomando en cuenta el riesgo de que este otorgue libertad al enemigo usando pretextos triviales o absuelva del castigo al amigo pese a la certeza de su accionar delictivo. ¿El remedio? Que el comportamiento de los jueces se ciña a las normas y que estas señalen en qué casos una persona es merecedora de cárcel, pues en el sistema penal no debe prevalecer la prepotencia y la fuerza sobre la idea de la justicia y ciertamente no se debe mezclar en el mismo saco al investigado y al convicto.

Tanto la detención preliminar como la prisión preventiva son medidas coercitivas personales no punitivas (Suárez Rosero v. Ecuador, Corte IDH), no pueden ser una pena, porque llegan antes de determinar la culpabilidad de la persona. Estas tienen por objeto asegurar la presencia del investigado antes y durante el juicio, debido a riesgos ciertos de que este vaya a obstruir la justicia: intimidar testigos o destruir pruebas; huya o persista en la comisión de otros delitos. Así, en nuestro ordenamiento la diferencia entre ambas radica en su oportunidad y en los requisitos para su determinación, mientras que la primera se aplica durante la investigación preliminar y por un breve tiempo (máximo 15 días), la segunda se aplica durante la etapa preparatoria y puede extenderse hasta por 36 meses. Una y otra resultan inaplicables para quienes son investigados por la comisión de delitos que tienen por sanción una pena privativa de libertad menor de cuatro años y, en el caso de la prisión preventiva, el juez deberá verificar que concurren los presupuestos de peligro de fuga, obstaculización de la justicia y, además, verificar que existen suficientes elementos de convicción sobre la comisión del ilícito.

No obstante, somos testigos de que en la práctica fiscales se dejan llevar por el aplauso del público y abusan al requerir detenciones o prisiones preventivas con el fin de quebrar a sus investigados y obtener información que no son capaces de hallar por sus propios méritos ni talentos, convencidos prima facie de que están frente a culpables y, en consecuencia, que estos merecen una pena adelantada, si no recordemos las infelices palabras de la fiscal Barreto Rivera el 2022: “Si se dicen inocentes, pues que prueben que son inocentes”.

Quieren hacernos creer que un mapa conceptual y un nombre pomposo con el que bautizan a sus investigados basta para que lo excepcional se convierta en lo regular y, lo que es peor, los jueces les siguen el juego, temerosos de un probable reproche social. ¿Existe otro camino? Pues sí, la normativa internacional (e.g. Reglas de Tokio y Reglas de Bangkok) alienta a los sistemas de justicia penal a proporcionar una amplia gama de medidas no privativas de la libertad para evitar el uso innecesario de la prisión antes del juicio (Penal Reform International, 2015). En Perú, las alternativas a la prisión preventiva son la comparecencia simple (libertad con orden de presentarse en sede judicial cada vez que le sea requerido); comparecencia restringida (libertad con orden de cumplimiento de las restricciones judiciales que imponga el juez) y el arresto domiciliario (privación de libertad fuera de una cárcel); y otros ordenamientos vienen explorando alternativas a la detención previa al proceso (e incluso al pago de fianzas), como el Estado de Nueva York, EE. UU., que el 2019 introdujo opciones como la liberación supervisada, el envío de mensajes recordatorios de audiencias, restricciones de viaje, limitaciones en la posesión de armas de fuego o blancas y el monitoreo electrónico, lo que implica la certificación estatal de agencias de servicios especializados responsables de supervisar a los acusados liberados con condiciones no monetarias, sujetas a la supervisión del sistema judicial.

El objetivo de las medidas coercitivas personales es el aseguramiento de un juicio justo, la búsqueda de la verdad y la cautela de los bienes jurídicos presuntamente vulnerados por la comisión de un delito, por lo que corresponde reflexionar si nuestra legislación ya es suficientemente garantista como para impulsar a los fiscales a requerir medidas menos gravosas que la prisión y a los jueces a respetar la libertad personal presumiendo la inocencia de los investigados y exigiendo un estándar mínimo de proporcionalidad.

Si conociese realmente el drama que significa ser privado de su libertad, ¿ordenaría, su señoría, con tal holgura, la imposición de ese flagelo a un ciudadano al que aún no se le prueba culpabilidad? ¿Se sometería en su entrenamiento a pernoctar tras las rejas para saborear esa medicina tan propensa a recetar? Los abogados no solo defendemos personas, defendemos el sistema que sostiene nuestra vida en común, por lo que debemos rechazar las prácticas propias de derecho penal del enemigo, sobre todo cuando es bien sabido que, mientras más baja la valla de acceso a los juzgados y fiscalías, mayor es el riesgo de politización y de compra de voluntades que hacen de la administración de justicia una guerra sin cuartel, situación que nos debe llevar a la reflexión sobre la urgente necesidad de abordar la reforma judicial, pues como dijo el maestro Francesco Carnelutti (1959) “juez es, en primer lugar, uno que tiene juicio; si no lo tuviese, ¿cómo podría darlo a los demás?”.