El curso de Derecho Municipal en las facultades de Derecho o Política suele ser un electivo; sin embargo, considero que se trata de un grave error. La política, a nivel local, importa mucho por lo que el estudio de la gobernanza urbana se vuelve un imperativo para quien pretenda conocer ese ámbito de la regulación administrativa tan presente en nuestras actividades cotidianas. Son las ciudades el primer espacio de desarrollo económico y, en ese sentido, sus autoridades pueden ser guías o verdugos.
Cuando llevé el curso en la universidad, varios compañeros me reprocharon que sería en vano. Pero a mí genuinamente me interesaba y ya venía armando una malla de electivos que me encaminaría dentro del derecho público, rama a la que hoy me dedico profesionalmente. El curso fue bastante amplio y genérico, pero suficientemente claro como para nunca olvidar la extraña distribución de competencias en el régimen del municipio peruano y especialmente del régimen especial de Lima. Nuestra configuración de una alcaldía tricéfala (Lima región, Lima provincia y distrito del Lima Cercado) con 43 municipalidades distritales autónomas hace que justamente la autonomía, como garantía constitucional, sea más que conflictiva por su ejercicio indebido.
El estudio de cómo se debe gestionar una ciudad es multidisciplinario. No obstante, desde el Derecho, el aporte puede ser inmenso por dos razones. En primer lugar, porque su estructura de gobierno es un asunto eminentemente legal y, en segundo lugar, porque la adecuada satisfacción de las necesidades de sus habitantes es una cuestión fundamental que implica llevar a la práctica los derechos humanos.
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La regulación orgánica de sus instituciones está expresada en el bloque de constitucionalidad del municipio (Constitución + Ley de Bases de Descentralización + Ley Orgánica de Municipalidades). De esa manera, cobra especial relevancia el diseño institucional, en tanto que la sostenibilidad política sirve como eje integrador de las demás dimensiones del desarrollo urbano (ambiental, económica, social y constructiva), también entendido como la calidad de las instituciones gubernamentales que conducen las relaciones y acciones de las diversas entidades públicas (…)” (Allen, 2001).
Por esta razón, el profesor Richard J. Meagher (PhD), ante la inacción de las autoridades nacionales, hace un llamado a poner los reflectores sobre la gestión municipal (en sus formas más heterogéneas). Este ejercicio implica la consideración del aumento constante de las capacidades de los Gobiernos locales en las décadas recientes con la finalidad de atender las necesidades ciudadanas; sus acciones en materia de uso del suelo, provisión de servicios, tributación, educación pública, asuntos sociales controversiales, entre otros. Nuevamente, se parte del hecho de que los Gobiernos locales realizan un mejor trabajo que los niveles más altos de Gobierno al proporcionar a la ciudadanía acceso directo e impacto, por la proximidad y cercanía de sus oficiales (Meagher, 2020).
Ver lo local como algo menos importante nos ha llevado a tener alcaldes sin experiencia previa ni estudios sobre la materia, poco transparentes, proclives a la corrupción, que gobiernan sus circunscripciones como territorios desagregados, que terminan endeudando nuestras corporaciones ediles con obras sin justificación técnica, como las que últimamente viene planteando –en materia vial– el alcalde de Lima, ignorando que ya se ha demostrado que las vías elevadas no solucionan el problema del tráfico, sino lo empeoran.
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Las consecuencias catastróficas van desde la violación constante del régimen económico de la constitución a través de una persecución desproporcionada al comerciante -principalmente al más humilde, en una clara institucionalización de la aporofobia- , hasta la imposición de barreras burocráticas ilegales para evitar la construcción de viviendas accesibles, para “mantener la residencialidad”. La primera se materializa con sanciones expropiatorias que transgreden todos los principios administrativos, mientras la segunda redunda en un eufemismo usado para justificar el racismo. Todo esto sin olvidar la segregación urbana generada en una ciudad que sufre de un déficit de más de 500.000 viviendas y por la cual sufre también de uno de los peores tráficos de la región. Esto último originado por los cientos de miles de desplazamientos diarios que se dan de forma lógica ante la ausencia de zonificación mixta, el costo del metro cuadrado y el deficiente sistema de transporte público masivo, asunto urgente que espero poder tocar en una siguiente columna.
Así pues, una adecuada gobernanza urbana haría posible concretar la idea de ciudad que queremos. Para el urbanista canadiense Charles Montgomery, luego de asegurar nuestras necesidades básicas de comida, albergue y seguridad, para que califique como una “ciudad feliz”, esta debería maximizar el gozo y disminuir la adversidad; guiarnos hacia la salud; ofrecernos libertad real para vivir, movernos, construir las vidas que deseamos (…) permitirnos construir y fortalecer los lazos entre amigos, familiares y extraños que le dan sentido a la vida (Montgomery, 2012).
Ello coincide con la respuesta que me ofreció el alcalde de Emeryville, California, John J. Bauters –muy conocido por su enfoque de sostenibilidad y activismo– cuando le pregunté sobre este concepto hace unos años: “Una ciudad feliz es una ciudad donde todos puedan pertenecer; donde los principios de justicia e inclusión sirvan como cimiento de la comunidad” (Bauters, 2022). Es decir, para que una ciudad sea feliz, sus habitantes deben procurar y obtener justicia. Aunque parece abstracto e idealista, no es más que la obligación estatal de cautelar la vida humana y procurar el goce cotidiano de los derechos fundamentales en armonía con el bien común.
Así, al reconocer a la ciudad como el espacio de satisfacción de derechos fundamentales, es imposible ignorar la síntesis conceptual desarrollada por Henri Lefebvre, quien acuñó el término “derecho a la ciudad” en el año 1967. Un concepto que se fortaleció con la Carta Mundial por el Derecho a la Ciudad que buscaba garantizar “el usufructo equitativo de las ciudades dentro de los principios de sostenibilidad, democracia, equidad y justicia social” y con la Nueva Agenda Urbana (resolución n° 71/256 de la ONU), que manifiesta ese ideal de ciudad feliz, equitativa y justa al que nos referimos y promueve el fortalecimiento de la gobernanza urbana y la consagración del derecho a la ciudad en los ordenamientos jurídicos de los países miembros.
Entonces, es la gobernanza el vehículo disipador de las brechas de desigualdad social y, en especial, es el municipio al representar la célula política más cercana al ciudadano, más proclive a la identificación y atención de sus necesidades.
Hoy los vecinos se sienten desamparados frente a alcaldes que no son guías sino claros verdugos de sus derechos fundamentales. Con un mejor diseño institucional, podríamos poner coto a los improvisados y al enorme poder que hoy tienen sobre esos espacios que ya de públicos tienen poco.
Finalmente, debemos recordar que mientras la política pública responde a la pregunta ¿qué hacer?, la gestión pública tiene que ver con cómo hacerlo (Waissbluth, 2002), razón por la cual sería en vano evaluar las acciones concretas que necesitan nuestras ciudades para aliviar sus problemas sin antes reparar en la forma en que el municipio del mañana emprenderá cualquier tarea, porque el municipio de hoy no hace ciudades felices. Al menos no con quienes lo gobiernan al timonazo y tampoco con el diseño desfasado de sus estructuras.
Abogado, maestrando de Derecho Administrativo. Miembro del Consejo Consultivo de Perú Legal.