Los escuderos políticos son necesarios, indispensables para amortiguar los dardos, balas y hasta las bombas que suelen recibir justa o injustamente los jefes de estado. Están allí al pie del cañón, defendiendo lo indefendible aún a costa de su propia reputación y prestigio. Son fusibles dispuestos a quemarse por sus amos, a manchar sus carreras y, a veces, hasta su honor. Malabaristas del eufemismo, inventores de excusas, de pretextos, de persecuciones, de enemigos invisibles, de manos negras, de conspiraciones mediáticas y demás fantasmas. Son pararrayos, piñatas, hasta que el propio desgaste o las municiones, como en el caso del ex premier Alberto Otárola, son dirigidas directamente a ellos y terminan inmolándose para no salpicar. Han existido en todos los gobiernos y no necesariamente son los primeros ministros. Se me vienen a la mente Waisman y Olivera, en los peores momentos de Toledo. Mulder y compañía, toda una corte, dispuesta a dar su propia vida por cuidar a Alan García aún después de muerto. Pedro Cateriano, primero con Humala y luego con Vizcarra. Incluso quienes no han sido gobierno tiene escuderos famosos, aplicados, serviles como un empleado frente a un patrón abusivo pero que le da de comer. Luis Iberico, por ejemplo, durante mucho tiempo fue un escudero de César Acuña. De la misma manera, Miki Torres es, hasta la actualidad, un fiel escudero de Keiko Fujimori. Son muchos los nombres y muchos los aciertos, pero son más las humillaciones y las caras de palo que la función implica. ¿A cambio de qué? Pienso que es a cambio de cierta fama, ego, cuotas de poder, promesas a futuro y también verdadero amor o sentimiento hacia los protagonistas que protegen de esa manera que se hagan cenizas -a lo bonzo- durante su misión.
De acuerdo con la tradición medieval de donde viene la palabra, el escudero no luchaba junto a su caballero, sino que le llevaba el escudo y lo asistía en todo lo que pudiera necesitar, como la reposición de armas y caballos, la curación de sus lesiones, el traslado de los heridos en el campo de batalla a una zona segura para atenderlos y, si no sobrevivían, los enterraban de forma digna. Su participación para la sobrevivencia era crucial, pero, la gloria, si es que llegaba, se la llevaban los caballeros a quienes servían. Volviendo a nuestros tiempos de guerras políticas, el último gran escudero, por servil y abnegado hasta la indignidad, es el otrora prestigioso abogado cusqueño Gustavo Lino Adrianzén Olaya, cuyas recientes maniobras jurídico-verbales e incoherencias argumentativas para defender a Dina Boluarte, aún no le pasan todas las facturas, que son muchas.
Varios hemos recordado, en estos días, que cuando los programas de televisión lo invitaban como analista y se trataba del golpista Pedro Castillo y este aún no había intentado quebrar la democracia, el hoy abnegado primer ministro, el más entusiasta protector de la presidente Dina Boluarte, afirmaba que Castillo sí podía ser investigado por delitos que estén fuera de los señalados artículo 117 de la Constitución, es decir, que no sean traición a la patria, impedir las elecciones presidenciales, regionales o municipales, disolver el congreso, impedir su funcionamiento o el de algún organismo electoral. Más allá del debate vigente respecto a este artículo, sus argumentos estaban en las antípodas de su actual esquema: “el artículo 117 es una protección, una coraza constitucional con el propósito de que el presidente de la república no este, como ahora, viendo limitadas sus funciones presidenciales”, dice ahora, ante las denuncias. La famosa frase “una cosa es con guitarra y otra con cajón” se queda ridículamente chica. Los leales oficios de Adrianzén comenzaron cuando, como representante del Perú ante la OEA, defendió la actuación del gobierno, que terminó con 50 vidas, tratando de controlar las protestas en su contra y cuando afirmó que el Sistema Interamericano de Derechos Humanos no podía oponerse al indulto otorgado a Alberto Fujimori. Cuando Otárola cayó, la actitud de Adrianzén fue premiada con el cargo de primer ministro y hoy es el sacrificado “frontman” de un gobierno con 5% de aprobación cuya presidenta pareciera hacer cada día más méritos para ser aún más desaprobada. Sí, es el congreso el que la sostiene, pero, es Adrianzén quien pone el pecho, la mejilla y el honor y, todo indica, está dispuesto a poner la otra mejilla y cuantas mejillas sean necesarias para mantener la precariedad de un status quo pegado con saliva. A Adrianzén, el escándalo de los Rolex no le consta, ya está solucionado y con el pedido de disculpas es suficiente. El allanamiento de la casa de Boluarte, en virtud de las investigaciones, fue un abuso y Boluarte una pobre víctima. El desmantelamiento de la Efficop, una prerrogativa, porque su existencia era un resquebrajamiento de las normas vigentes. La denuncia constitucional contra Dina Boluarte es improcedente, un abuso por parte de la fiscalía y asegura que será archivada por sus amigos del congreso porque, insiste, Boluarte es una pobre víctima de una persecución sistemática. Como si fuera poco, dice, si bien es verdad que la pobreza en el Perú ha aumentado, las cifras de este gobierno son “espléndidas” y que lo que rompe la historia no es el aumento de la pobreza si no el hecho de que estemos frente a la primera mujer que asume la presidencia del país y que además fue “muy valiente”, que garantiza que en los lugares más remotos del país a Boluarte la quieren . Más sobón, imposible. La palabra “escudero ya se queda chica.
René Gastelumendi. Autor de contenidos y de las últimas noticias del diario La República. Experiencia como redactor en varias temáticas y secciones sobre noticias de hoy en Perú y el mundo.