Lunes, Casa de América, Madrid. Frente a un público numeroso, tres peruanos conversamos sobre nuestras experiencias con la violencia política. Es imposible no referirnos a lo ocurrido en Francia. Y es inevitable comparar, con lógicos matices, la tragedia de Bataclan en París con la pesadilla que significó Tarata en Miraflores. Las naturalezas de Sendero Luminoso y el Estado Islámico son muy distintas, pero algo del terror sembrado hace tres décadas en nuestro país tercermundista se refracta en el pánico que hoy vive la comunidad europea. Nuestra óptica es limeña y eso parece un problema. Al momento de las preguntas, una mujer se levanta, viaja mentalmente a los ochenta, habla de Ayacucho, del daño provocado a partes iguales por senderistas y militares, y vuelve al presente y menciona a Siria y Líbano. En sus palabras ansiosas hay una contención de muchos años, y un velado reproche a quienes dan cuenta de un relato incompleto acerca de ese tiempo. Al oírla me quedé pensando en que, por muy genuinos que sean nuestros testimonios acerca del período violento, están condenados a escucharse sesgados. Nunca podremos hacer del todo nuestra la experiencia del otro, y el desafío está en tratar de dialogar desde esa imposibilidad. Si hoy dices abiertamente «soy París», aun cuando no estás diciendo «no soy Beirut», alguien lo entenderá así. Y si te solidarizas abiertamente con ambas realidades, pues no faltará quienes te recuerden que muy cerca de ti —en el Vrae, por ejemplo— hay muertos que deberías llorar más. Y tendrán razón, porque a veces caemos en modas y poses y olvidos, pero, a la vez, estarán equivocados, porque cada uno es finalmente dueño de lo que le duele. Los desacuerdos en las redes no solo son discordias retóricas, sino que revelan la vigencia de los criterios con que en su momento ponderamos la guerra interna que nos tocó vivir, de la que seguimos sin recuperarnos.