Ryszard Kapuscinski fue un célebre periodista polaco que cubrió decenas de guerras internacionales, interétnicas, golpes de Estado y revoluciones alrededor del mundo. Poco antes de su muerte, ocurrida en 2007, publicó “Encuentro con el Otro”, que trata de cómo los seres humanos, agrupados en tribus, reaccionamos cuando nos topamos con otras tribus similares. Kapuscinski nos cuenta que las respuestas pueden ser de tres tipos: la guerra, la integración o la indiferencia. El razonamiento del narrador polaco me llevó a preguntarme por los muros. La historia está llena de ellos, suelen ser no tan altos, no tan anchos pero bastante extensos y poseen, como característica común, la voluntad de separar a dos o más pueblos con toneladas de concreto. El muro representa la esquizofrenia de la frontera, la paranoia por el límite, el pánico por el otro. Imponente ejemplo son dos mil años durante los cuales los chinos protegieron sus fronteras de mongoles y manchúes con una muralla de siete mil km de largo. La moraleja es universal: la única obra humana que podemos apreciar desde la luna es un inmenso tajo que defiende a unos hombres de la agresión de otros hombres. Más cerca tenemos otros casos. El muro de Berlín, ese que los propios berlineses se tiraron abajo en 1989 porque querían vivir juntos, por encima de cualquier consideración ideológica. Peor la pasan los palestinos en la Franja de Gaza, forzada autarquía cuyos territorios y costas flanquean las milicias israelíes. En Gaza viven hacinados dos millones de palestinos, cuatro mil seres humanos por k2, con casi nulas posibilidades de abastecerse. Sin ir tan lejos, en Lima tenemos un muro que dice mucho, o quizá muy poco, de lo que somos. Se trata del “muro de la vergüenza”, construido por las autoridades del distrito de La Molina para evitar que sus vecinos de Villa María del Triunfo transiten sus calles. En nuestros imaginarios sociales no faltan quienes aún ven el Perú como la separación entre “españoles e indígenas”, igual a como lo veían los reyes Habsburgo en pleno siglo XVI. En fin, esta reflexión persigue el objetivo de evitar que al Ecuador y el Perú nos separe un muro fronterizo de 24 kilómetros de largo por 3.5 m de alto que formará parte de un “parque lineal” con mercados y zonas de esparcimiento para los habitantes ecuatorianos de la zona. No queremos, esta vez, entrometernos en la argumentación jurídica respecto de que en los Acuerdos de Brasilia, de 1998, ambos países nos comprometimos a mantener una franja de diez metros a cada lado del canal de Zarumilla para su limpieza y mantenimiento. Tampoco queremos reparar en el peligro real que supone, para las poblaciones del lado peruano, que un eventual desborde de sus aguas rebote en el inopinado muro e inunde sus viviendas. De todo eso han conversado las partes el pasado 16 de junio en Huaquillas, Ecuador, y está bien que así haya sido, nosotros apostamos por la superación del impase. En la historia de la humanidad, los muros fronterizos representan el fracaso de la convivencia pacífica entre los pueblos. Al contrario, un proyecto binacional de desarrollo para nuestra región limítrofe puede contemplar la construcción de barreras de protección, a ambos lados del canal de Zarumilla, para salvaguardar de eventuales desbordes a los que viven en sus riberas. Al mismo tiempo, es preciso tender muchísimos puentes para potenciar el proceso integracionista que el Perú y Ecuador iniciaron en 1998. (*) Historiador Nota: Título inspirado en la novela “La distancia que nos separa” de Renato Cisneros. Kapuscinski nos cuenta que las respuestas pueden ser de tres tipos: la guerra, la integración o la indiferencia.