La hora en que esté peleando voy a estar en pleno ensayo de Los Perros. Esperaré cada interrupción para vivir desde el twitter las incidencias del combate. Trataré de alentar mentalmente al muchacho que salió de los Barracones para luchar contra todo, el chiquillo que se abrió paso a puños aguantando el hambre, el que se atrevió a soñar, el que pelea en la cartelera estelar del Madison Square Garden.El resultado poco importa. Importa que decidió ser mejor, que viajó a bañarse en humildad y entendió que tenía que pulir las condiciones naturales, que el achoramiento no basta. Subió los brazos, dejó de intentar ser el príncipe Naseem para ser Maicelo, aprendió a golpear al cuerpo, sacó conclusiones de sus dolorosas derrotas, supo comerse el orgullo, curarse las heridas, mirar al frente, alejarse de los medios cuando hay que entrenar, trabajar su estrategia, su cabeza, su corazón.Hace nueve años le conté a Beto Ortiz la historia de un joven chalaco con talento que soñaba con comprarle una casa a su abuela. Con ser campeón mundial. Con convertirse en un modelo a seguir para los niños en riesgo del puerto. Con ser el héroe de un país al que no le sobran hombres y mujeres que admirar. Quizás en esa primera nota, las aspiraciones de Jonathan parecían ilusas para los que nunca creen en el otro, para los que desean la derrota ajena como una forma de justificar su propio fracaso. La vida y el box dan siempre revancha cuando hay una causa.Usted leerá esta columna después de los doce rounds. Yo la escribí antes. Mi admiración no depende de una victoria. ❧