Adolfo Macías y el arte de mentir
Ficciones. El escritor ecuatoriano traza en su novela El mitómano un horizonte de relaciones entre la realidad y la ficción construido en la urdimbre de disparatadas mentiras.
Por: Alonso Rabí do Carmo
En el diccionario de la Real Academia la mitomanía merece apenas dos escuetas acepciones: la primera reza “tendencia morbosa a desfigurar, engrandeciéndola, la realidad de lo que se dice”; la segunda, “tendencia a mitificar o a admirar exageradamente a personas o cosas”. Ninguna de las dos alcanza la talla de Armando Barahona −protagonista de El mitómano (Bordes, 2019), de Adolfo Macías−, un hombre infeliz y mediocre que solo encuentra la plenitud y un placer que linda con la obsesión por la mentira y en las sutilezas de su construcción.
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Armando Barahona es el mitómano. Un cuarentón que soporta un matrimonio en crisis (incluyendo las aventuras amorosas de Marcela, su esposa), el fracaso existencial y otras penurias que no han logrado derrotar su más grande talento: la invención compulsiva de magníficas historias que funcionan claramente como un mecanismo compensatorio, que le hacen soportable la vida y que le sirven para ser percibido por muchas personas como el portador del don de la invención.
No es la primera vez que la narrativa latinoamericana transita caminos metaficcionales, lo han hecho ya con brillantez y astucia Augusto Monterroso (especialmente en su cuento “Obras completas”) y Mario Vargas Llosa en La tía Julia y el escribidor (1977), que junto a Macías se inscriben en una tradición que inevitablemente nos hará desembarcar en el humor cervantino, aquel en el que Quijote y Sancho se reconocen criaturas de ficción en un pase de magia autorreferencial que es una de las grandes lecciones que hemos recibido en cualquier lengua. A todo eso, habría que sumar quizá un toque de desmesura que recordará al lector avisado una que otra página de Mario Levrero.
Un dato que no pasa inadvertido en la narración es que Barahona ve frustrado uno de sus proyectos más anhelados: recorrer el continente viajando en moto y escribiendo crónicas para revistas de viajes. En algún momento, cercano al desenlace final, nos enteramos de que Barahona, en el mundo representado en la novela, está en medio de la escritura de su novela y, según la convención, es el mismo texto que estamos leyendo.
Cuando las presiones familiares lo empujan a abandonar sus dotes de fabulador, un consejo de su terapeuta revela la potencia creadora de Barahona. El consejo consiste en disculparse con todas aquellas personas que hubieran podido verse perjudicadas por sus historias, razón por la cual Barahona dirige algunas cartas en las que revela cómo ideó y estructuró algunos de sus relatos. Es un gesto desolador, pero digno, una nueva versión del desengaño cervantino, tan propio del Quijote y de sus inigualables Novelas ejemplares.
Esas cartas, además del imaginable humorismo que destilan, son un pretexto también para reflexionar sobre el oficio del hacedor de ficciones, como ocurre con la misiva que envía a su hermano: “Siento que mi enfermedad, si así se le puede llamar, es más que una enfermedad, es una manera de reencantar el mundo, sepultado por el tedio mental y las costumbres (…) Soy un adicto al asombro y voy a dedicarme a eso: a escribir historias asombrosas. Mi tendencia a mentir nunca ha sido una estratagema para manipularte ni manipular a otras personas, sino una subversión ante la realidad, casi siempre mediocre, opresiva y decepcionante. No creo que con esto le haga daño a nadie” (p. 172).
El mitómano es una novela de tono menor, es cierto, pero de notable factura. El humor, la ironía y la eficacia dramática son sus signos más visibles y de su lectura se desprende, como ya se dijo, una interesante exploración de las relaciones siempre tensas y muchas veces engañosas entre lo ficticio y lo real.